Javier Nix Calderón · 16/11/2017
Corría el año 1999. Una joven italiana de 18 años denunciaba a su
profesor de autoescuela, de 45 años, por haberla violado en su coche,
tras llevarla a una carretera de las afueras de la ciudad en la que
trataba de obtener su permiso de conducir. El Tribunal Supremo italiano
anulaba la condena de más de dos años de cárcel al presunto violador
porque, atención, la víctima vestía pantalones vaqueros y “es de
conocimiento general que este tipo de pantalones no pueden quitarse ni
siquiera en parte sin la efectiva colaboración de quien los viste”,
según la sentencia del propio tribunal. Repito, corría el año 1999. No
el año 1970, ni el año 1950, sino 1999, hace justamente 18 años.
18 años, la edad de la víctima italiana de aquella violación, la misma edad que la víctima de la presunta violación múltiple de los Sanfermines de Pamplona del año pasado. El juez italiano, a quien se presuponía objetividad y respeto por las leyes, usaba la coartada de los pantalones vaqueros de la víctima para anular la condena del violador. Poco importa que dos años más tarde (dos largos años) el mismo tribunal reculase, aceptando que el uso de pantalones vaqueros por una mujer no es ningún atenuante en una violación “ya que no son un cinturón de castidad y pueden ser quitados fácilmente”, tal y como citó aquella sentencia reprobatoria. Si la justicia acepta que unos vaqueros son un atenuante en una violación, el siguiente paso puede ser considerar que una mujer que viste minifalda, camisas o vestidos escotados o zapatos de tacón que realcen su figura está provocando al sexo contrario y entonces debe atenerse a una posible violación. Si aceptamos esto, el siguiente paso puede ser también considerar que una mujer con actitud provocativa, que flirtee con un hombre o que camine de forma sensual está arriesgándose a ser violada, y si efectivamente es violada, debe acarrear con parte de la responsabilidad. Justificar o añadir atenuantes en una violación es un camino penoso y aberrante, que desemboca inevitablemente en ese sucio y machista grito de “La culpa es de las mujeres que se visten como putas”.
La joven presuntamente violada en Pamplona tenía 18 años. Se encontraba en estado de embriaguez. Puede que tontease con uno o con varios de los cinco hombres que unas horas más tarde la introdujeron en un portal de madrugada. Puede que al comienzo les siguiese el juego, alardeando de poder con uno o con todos. Pero también puede ser que en un momento determinado de ese periplo libidinoso de los cinco miembros de “La manada” en busca de un sitio en el que tener relaciones sexuales con ella, la joven se echase atrás. Puede que dudase. Puede que sintiese miedo. Puede que fuera consciente, en un momento, de lo que se le venía encima. Puede que tuviera un momento de lucidez en aquella vorágine de alcohol y comentarios subidos de tono. Puede que al abrirse la puerta del portal viese el interior oscuro y se paralizase. Puede que los cinco hombres la arrastrasen al interior. Puede que al llegar hasta el lugar donde se produjo la supuesta violación, sintiese aquellas diez manos sobándola y decidiese adoptar una actitud pasiva. Y puede que entonces la violaran, la vejaran, la grabaran con sus teléfonos móviles y al terminar, le quitasen su teléfono móvil y arrojasen al suelo la tarjeta SIM, para evitar que pidiese ayuda. Puede que se vistiesen y saliesen, celebrando la pieza que acababan de cobrarse. Puede que la víctima saliese más tarde, en estado de shock, y se acostase en un banco en posición fetal, llorando, hasta que una pareja que paseaba por la zona la encontrase y llamase a la policía.
Aquellos fueron los presuntos hechos. Hace tres días comenzó el juicio contra los presuntos violadores, conocidos como “La manada”. Lo más indignante del caso no es la supuesta violación, que lo es, sino la actuación del tribunal. El juez no admite como pruebas los mensajes de Whatsapp que los cinco hombres enviaron en aquel grupo que compartían, “La manada”, proponiendo “¿compramos burundanga, o reinoles a buen precio, para las violaciones?”. Sin embargo, sí admite como prueba una investigación que un detective privado realiza sobre la joven en los meses posteriores a la violación, en la que se asegura que “la joven siguió haciendo vida normal y no quedó traumatizada”. Como si aquella joven debiese haberse hundido en una depresión o automutilarse tras el incidente. ¿Es que ese investigador privado buceó en su interior, leyó su mente, experimentó en sus propias carnes lo que una mujer siente tras una violación? Ese investigador, además de realizar una vigilancia externa sobre la joven, ¿se hundió en sus sueños, navegó por su inconsciente? ¿Qué puede haber de interesante en que una chica de 18 años siga con su vida, tenga relaciones sexuales con otros hombres, flirtee o se vista de manera sensual, si es que lo hizo? ¿Qué hay de extraño, en definitiva, en vivir tras una violación?
Esa doble moral que se observa en el juicio de “La manada” bebe de las mismas fuentes que aquella aceptación de unos pantalones vaqueros como atenuante ante una violación. Y son fuentes contaminadas por siglos de opresión machista y patriarcado, y son fuentes en las que se revuelca, feliz como un cerdo en un barrizal, una parte muy importante de nuestra sociedad. La misma que sexualiza a niñas pequeñas, la misma que trata a la mujer como un objeto o una mercancía, la misma que justifica una violación diciendo que “ella se lo ha buscado”. Algo se muere dentro de todos nosotros con cada nueva mujer violada. Concretamente, un pedazo de nuestra humanidad se muere cada ocho horas, las mismas horas que transcurren entre una violación y otra en España. Un no es un no en una cama de matrimonio, en el baño de una discoteca, en el asiento trasero de un coche o en un portal en tinieblas en Pamplona. Un no es un no, antes, durante o después. Un no es un no ayer, hoy y siempre, y ningún hombre, ningún tribunal, ninguna sociedad, pueden cambiar el sentido de una palabra muy corta, pero que encierra en su interior la libertad de lo que deseamos, o no, hacer.
18 años, la edad de la víctima italiana de aquella violación, la misma edad que la víctima de la presunta violación múltiple de los Sanfermines de Pamplona del año pasado. El juez italiano, a quien se presuponía objetividad y respeto por las leyes, usaba la coartada de los pantalones vaqueros de la víctima para anular la condena del violador. Poco importa que dos años más tarde (dos largos años) el mismo tribunal reculase, aceptando que el uso de pantalones vaqueros por una mujer no es ningún atenuante en una violación “ya que no son un cinturón de castidad y pueden ser quitados fácilmente”, tal y como citó aquella sentencia reprobatoria. Si la justicia acepta que unos vaqueros son un atenuante en una violación, el siguiente paso puede ser considerar que una mujer que viste minifalda, camisas o vestidos escotados o zapatos de tacón que realcen su figura está provocando al sexo contrario y entonces debe atenerse a una posible violación. Si aceptamos esto, el siguiente paso puede ser también considerar que una mujer con actitud provocativa, que flirtee con un hombre o que camine de forma sensual está arriesgándose a ser violada, y si efectivamente es violada, debe acarrear con parte de la responsabilidad. Justificar o añadir atenuantes en una violación es un camino penoso y aberrante, que desemboca inevitablemente en ese sucio y machista grito de “La culpa es de las mujeres que se visten como putas”.
La joven presuntamente violada en Pamplona tenía 18 años. Se encontraba en estado de embriaguez. Puede que tontease con uno o con varios de los cinco hombres que unas horas más tarde la introdujeron en un portal de madrugada. Puede que al comienzo les siguiese el juego, alardeando de poder con uno o con todos. Pero también puede ser que en un momento determinado de ese periplo libidinoso de los cinco miembros de “La manada” en busca de un sitio en el que tener relaciones sexuales con ella, la joven se echase atrás. Puede que dudase. Puede que sintiese miedo. Puede que fuera consciente, en un momento, de lo que se le venía encima. Puede que tuviera un momento de lucidez en aquella vorágine de alcohol y comentarios subidos de tono. Puede que al abrirse la puerta del portal viese el interior oscuro y se paralizase. Puede que los cinco hombres la arrastrasen al interior. Puede que al llegar hasta el lugar donde se produjo la supuesta violación, sintiese aquellas diez manos sobándola y decidiese adoptar una actitud pasiva. Y puede que entonces la violaran, la vejaran, la grabaran con sus teléfonos móviles y al terminar, le quitasen su teléfono móvil y arrojasen al suelo la tarjeta SIM, para evitar que pidiese ayuda. Puede que se vistiesen y saliesen, celebrando la pieza que acababan de cobrarse. Puede que la víctima saliese más tarde, en estado de shock, y se acostase en un banco en posición fetal, llorando, hasta que una pareja que paseaba por la zona la encontrase y llamase a la policía.
Aquellos fueron los presuntos hechos. Hace tres días comenzó el juicio contra los presuntos violadores, conocidos como “La manada”. Lo más indignante del caso no es la supuesta violación, que lo es, sino la actuación del tribunal. El juez no admite como pruebas los mensajes de Whatsapp que los cinco hombres enviaron en aquel grupo que compartían, “La manada”, proponiendo “¿compramos burundanga, o reinoles a buen precio, para las violaciones?”. Sin embargo, sí admite como prueba una investigación que un detective privado realiza sobre la joven en los meses posteriores a la violación, en la que se asegura que “la joven siguió haciendo vida normal y no quedó traumatizada”. Como si aquella joven debiese haberse hundido en una depresión o automutilarse tras el incidente. ¿Es que ese investigador privado buceó en su interior, leyó su mente, experimentó en sus propias carnes lo que una mujer siente tras una violación? Ese investigador, además de realizar una vigilancia externa sobre la joven, ¿se hundió en sus sueños, navegó por su inconsciente? ¿Qué puede haber de interesante en que una chica de 18 años siga con su vida, tenga relaciones sexuales con otros hombres, flirtee o se vista de manera sensual, si es que lo hizo? ¿Qué hay de extraño, en definitiva, en vivir tras una violación?
Esa doble moral que se observa en el juicio de “La manada” bebe de las mismas fuentes que aquella aceptación de unos pantalones vaqueros como atenuante ante una violación. Y son fuentes contaminadas por siglos de opresión machista y patriarcado, y son fuentes en las que se revuelca, feliz como un cerdo en un barrizal, una parte muy importante de nuestra sociedad. La misma que sexualiza a niñas pequeñas, la misma que trata a la mujer como un objeto o una mercancía, la misma que justifica una violación diciendo que “ella se lo ha buscado”. Algo se muere dentro de todos nosotros con cada nueva mujer violada. Concretamente, un pedazo de nuestra humanidad se muere cada ocho horas, las mismas horas que transcurren entre una violación y otra en España. Un no es un no en una cama de matrimonio, en el baño de una discoteca, en el asiento trasero de un coche o en un portal en tinieblas en Pamplona. Un no es un no, antes, durante o después. Un no es un no ayer, hoy y siempre, y ningún hombre, ningún tribunal, ninguna sociedad, pueden cambiar el sentido de una palabra muy corta, pero que encierra en su interior la libertad de lo que deseamos, o no, hacer.
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