Javier Nix Calderón · 9/11/2017
El odio a los exámenes me acompaña desde mi época de estudiante, y no
me abandonó cuando me convertí en profesor. Cada vez que someto a mis
alumnos a uno, siento que participo de una farsa. Siempre he creído que
ese instrumento de evaluación, los exámenes, se parece más a un método
de selección laboral que a una fórmula para comprobar la adquisición de
conocimiento. Los exámenes clasifican y etiquetan a los alumnos de
manera tan eficiente como las evaluaciones de personal de las empresas.
Más herramientas de coacción y miedo que de medición del conocimiento,
los exámenes son un peaje que los adultos imponemos a niños y
adolescentes para arrancarlos de su mundo e introducirlos, sin ningún
tipo de piedad, en el nuestro. ¿Por qué? Porque, bajo el punto de vista
de nuestro sistema actual, convertirse en adulto consiste en exponerse a
las miradas de los otros y a los juicios, a menudo severísimos, que
nuestros superiores harán sobre nosotros.
Por eso, en mi trabajo, trato de hacer entender a los chicos que los exámenes son un mal trago, aunque necesario – y esto último es totalmente discutible-, para comprobar que cumplen los objetivos que la Administración nos exige. Les doy todas las ayudas posibles, pues considero que los resultados de un examen no miden de ninguna manera la adquisición de competencias y valores que tienen, a su vez, múltiples vertientes. Detesto ver como algunos chicos se deprimen al observar una mala calificación, y otros se llenan de orgullo por la razón contraria. Estoy cansado de que los alumnos más brillantes, aquellos con una mente más despierta, inquisitiva y abierta, obtienen notas que no reflejan su grado de comprensión del mundo. Entiendo perfectamente el aburrimiento que observo muchas veces en su clase, y sus miradas extrañadas cuando les digo que una clase es como un río y que el pensamiento es el líquido sobre el que navegamos. Tras más de 10 años de educación obsoleta, muchos chicos han aprendido la lección: ¿para qué esforzarse en pensar, si su nota final dependerá de una calificación numérica que mide su capacidad memorística o de relacionar ideas? Esa pasividad se observa en todos los ámbitos del espacio educativo, incluso en la propia disposición de las aulas. Los pupitres, de un aséptico color verde claro, diseñado para inspirar tranquilidad y orden, se alinean frente a un profesor que se dedica a enumerar acontecimientos pasados, fórmulas matemáticas o leyes físicas. Cuando se abre un espacio para el debate, muchos chicos, acostumbrados por el sistema a recibir información y digerirla, se muestran incapaces de hilar ideas. Detesto el sistema, y lo detesto más desde que formo parte de él, pero me gusta enseñar y hacer pensar, y observar sus caras de asombro cuando de repente comprenden algo.
¿De qué sirve que un alumno sea capaz de relatar con pelos y señales las principales fases de la Revolución Francesa si no comprende su poder transformador, que el camino que unos pocos parisienses abrieron en 1789 nos ha traído hasta aquí? Creo que de poco, muy poco. Lo olvidarán pasadas unas horas, unos días, o en el mejor de los casos, unas semanas. Por eso me molesta tanto cuando encuentro entre mis compañeros a un defensor a ultranza de los exámenes duros e inasequibles. Y me molesta aún más cuando ese compañero, compañera en este caso, husmea, a hurtadillas, las pruebas que realizo a mis alumnos, y me recrimina, frente al resto de mis compañeros de departamento, que mis exámenes son demasiado fáciles, haciendo gala de una flagrante falta de educación y respeto. Pienso que el ruido de los necios y los imbéciles lleva atronando la Tierra desde hace milenios, pero que a pesar de ellos seguimos avanzando. No hemos construido este mundo, imperfecto, sí, pero susceptible de mejorar, gracias a la estulticia de profesores acomplejados y amargados. Un profesor debe seducir a sus alumnos, atraerlos a los intrincados pero apasionantes senderos del saber. Debe inculcar el amor por aprender, debe maravillar y maravillarse con ellos, porque el conocimiento es una aventura que no puede vivirse entre las reducidas dimensiones de un libro de texto.
Por eso odio los exámenes, y desprecio a los que no saben más que aplicar exámenes imposibles, que no miden otra cosa que su incapacidad para innovar y crecer, y hacer crecer a sus alumnos con ellos. Lo digo bien alto: putos exámenes. Y puto sistema decimonónico obsoleto, que sigue encamarado en lo más alto de nuestra triste pirámide mental. Educar, enseñar, es otra cosa. Que se lo pregunten a Antonio Machado, que, como profesor de francés, se enorgullecía de no haber suspendido nunca a un alumno. Machado... qué bonito espejo en el que mirarse.
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OTRO ASUNTO en Perroflautas del Mundo: Aunque la mayor parte de los plásticos son incinerados o reciclados, demasiados acaban todavía en vías fluviales u océanos...
Por eso, en mi trabajo, trato de hacer entender a los chicos que los exámenes son un mal trago, aunque necesario – y esto último es totalmente discutible-, para comprobar que cumplen los objetivos que la Administración nos exige. Les doy todas las ayudas posibles, pues considero que los resultados de un examen no miden de ninguna manera la adquisición de competencias y valores que tienen, a su vez, múltiples vertientes. Detesto ver como algunos chicos se deprimen al observar una mala calificación, y otros se llenan de orgullo por la razón contraria. Estoy cansado de que los alumnos más brillantes, aquellos con una mente más despierta, inquisitiva y abierta, obtienen notas que no reflejan su grado de comprensión del mundo. Entiendo perfectamente el aburrimiento que observo muchas veces en su clase, y sus miradas extrañadas cuando les digo que una clase es como un río y que el pensamiento es el líquido sobre el que navegamos. Tras más de 10 años de educación obsoleta, muchos chicos han aprendido la lección: ¿para qué esforzarse en pensar, si su nota final dependerá de una calificación numérica que mide su capacidad memorística o de relacionar ideas? Esa pasividad se observa en todos los ámbitos del espacio educativo, incluso en la propia disposición de las aulas. Los pupitres, de un aséptico color verde claro, diseñado para inspirar tranquilidad y orden, se alinean frente a un profesor que se dedica a enumerar acontecimientos pasados, fórmulas matemáticas o leyes físicas. Cuando se abre un espacio para el debate, muchos chicos, acostumbrados por el sistema a recibir información y digerirla, se muestran incapaces de hilar ideas. Detesto el sistema, y lo detesto más desde que formo parte de él, pero me gusta enseñar y hacer pensar, y observar sus caras de asombro cuando de repente comprenden algo.
¿De qué sirve que un alumno sea capaz de relatar con pelos y señales las principales fases de la Revolución Francesa si no comprende su poder transformador, que el camino que unos pocos parisienses abrieron en 1789 nos ha traído hasta aquí? Creo que de poco, muy poco. Lo olvidarán pasadas unas horas, unos días, o en el mejor de los casos, unas semanas. Por eso me molesta tanto cuando encuentro entre mis compañeros a un defensor a ultranza de los exámenes duros e inasequibles. Y me molesta aún más cuando ese compañero, compañera en este caso, husmea, a hurtadillas, las pruebas que realizo a mis alumnos, y me recrimina, frente al resto de mis compañeros de departamento, que mis exámenes son demasiado fáciles, haciendo gala de una flagrante falta de educación y respeto. Pienso que el ruido de los necios y los imbéciles lleva atronando la Tierra desde hace milenios, pero que a pesar de ellos seguimos avanzando. No hemos construido este mundo, imperfecto, sí, pero susceptible de mejorar, gracias a la estulticia de profesores acomplejados y amargados. Un profesor debe seducir a sus alumnos, atraerlos a los intrincados pero apasionantes senderos del saber. Debe inculcar el amor por aprender, debe maravillar y maravillarse con ellos, porque el conocimiento es una aventura que no puede vivirse entre las reducidas dimensiones de un libro de texto.
Por eso odio los exámenes, y desprecio a los que no saben más que aplicar exámenes imposibles, que no miden otra cosa que su incapacidad para innovar y crecer, y hacer crecer a sus alumnos con ellos. Lo digo bien alto: putos exámenes. Y puto sistema decimonónico obsoleto, que sigue encamarado en lo más alto de nuestra triste pirámide mental. Educar, enseñar, es otra cosa. Que se lo pregunten a Antonio Machado, que, como profesor de francés, se enorgullecía de no haber suspendido nunca a un alumno. Machado... qué bonito espejo en el que mirarse.
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OTRO ASUNTO en Perroflautas del Mundo: Aunque la mayor parte de los plásticos son incinerados o reciclados, demasiados acaban todavía en vías fluviales u océanos...
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