Estoy sentada en el banco de cambio de turno.
Cuando se termina con la ultima llamada del turno, hay que levantar la mano, entonces la supervisora hace una anotación en el ordenador e indica el numero de puesto que queda libre, rápidamente hay que llegar hasta el.
Mi compañera ya se ha ido, tomo asiento, introduzco en el teclado mi tarjeta de control y me pongo los cascos. Ya estoy en mi submundo: lo primero que veo en la pantalla son los relojes de control; control de tiempo real de trabajo, de llamadas diarias, semanales, tiempo de llamada actual y llamadas en espera. Ya estoy conversando con mi primer cliente. En las tres horas que hablo y hablo, intento solucionar problemas, ser amable a la vez que efectiva (la valoración que se hace al término de la llamada cuenta, claro que cuenta, pues si durante un mes las valoraciones medias están por debajo de cinco, date por despedida).
A las doce estoy con seis llamadas pendientes, ¡tengo que cortar ya!, ¡joder que tío mas pesado!. Está muy cabreado, me insulta, doy al botón de MUTE, respiro hondo, cuento hasta diez y vuelvo a hablar con él. ¡Al fin, se acabó mi primer turno! Levanto la mano, me quito los cascos y oigo la marabunta de conversaciones de mis compañeras, hay vida a mi alrededor, ¿cuantas operadoras seremos?, en hora punta seguro que mas de doscientas.
Tengo dos horas para, como todos los días desde hace ya mas de dos años, ir al súper y comprarme la comida (una barra de pan, una lata de algo -nunca mas de 1,5 €- agua -una botella rellena de casa-), y a comer en el secarral que llaman parque cercano a la nave. No hay nadie, solo yo. Allí sentada en un bordillo pienso en lo insignificante que soy, en la soledad, en la tristeza, y sobretodo en mis miedos: miedo a llegar un minuto tarde, a dejar el contador con llamadas en espera, a que me escuchen una conversación y consideren que no he sido lo suficientemente convincente, a tener valoraciones bajas, al despido, al hambre, a la locura, me levanto y vuelvo al banco de cambio de turno.
El segundo turno ha sido difícil, todo iba bien hasta que contacté con un gracioso (últimamente hay clientes que te aseguran estar muy interesados por las propuestas que les hacemos, te dicen que en un segundo te atienden y dejan descolgado el teléfono minutos y minutos). El que me ha tocado hoy de vez el cuando coge el teléfono y me dice “señorita por favor no cuelgue que ahora mismo estoy con usted”, hasta que cansado de la gracia, cobardemente cuelga. La llamada ha durado veintidós minutos, a partir de ahí las prisas por atender a las dieciséis llamadas pendientes, los nervios, la ansiedad hasta que me he metido la pastilla. He terminado algo mas tranquila pero con tres llamadas más pendientes que cuando comencé mi turno. Punto negro el mi pantalla (menos mal que este mes voy bien y sólo tengo dos, cinco te pueden suponer la no renovación del contrato).
Una nueva hora de descanso, voy a los servicios (¡dios me estoy meando!). Hay otras tres trabajadoras, no las conozco, nadie conoce a nadie, nadie habla, nadie piensa, las cuerdas vocales y el cerebro tienen que descansar, todo es silencio.
Salgo a estirar las piernas, no hay nadie. La nuestra es la única nave con luz de un polígono industrial que prometía. Me dan ganas de gritar, pero no puedo, lloro amargamente, antes de que el pánico se apodere de mí. Vuelvo al banco a esperar mi ultimo turno.
De siete a diez somos menos, quedamos sólo las que tenemos contrato a jornada completa. Hay menos llamadas, menos presión. En este turno tenemos que dejar el contador a cero, nunca se acaba antes de las diez y cuarto.
Vuelta a casa. Hay que correr un par de kilómetros para pillar el autobús de las diez y media. La carrera me viene bien; hace que la sangre circule mas rápida por mis venas, que me sienta mas viva. Sólo vamos teleoperadoras. El silencio es sepulcral; intento no pensar, no soporto pensar, no tenemos ni ganas ni fuerzas para hablar (a lo largo del día ya hemos hablado mucho sin decir nada). Llegamos a Madrid (después de siete estaciones de metro y dos horas llego a casa). Hago la cuenta: diecisiete horas desde que salí de casa, diez horas con los auriculares. Así seis días a la semana. Mi día libre, que casi nunca es festivo, lo necesito para descansar y para seguir buscando en internet ofertas de empleo para una licenciada en derecho.
Cuando entro en casa todo esta en silencio. Mis padres están acostados: mi padre desde hace tres años no tiene trabajo. Hasta ahora mi madre se ha encargado de la casa pero últimamente está perdiendo la memoria (tenemos cita para el especialista en dos meses, aunque sabemos lo que nos van a decir, nos da pánico). Todo el dinero que entra en casa es mi sueldo 755,5 euros al mes, mas una tarjeta de transporte (como llevo trabajando más de dos años en breve me despedirán; en la empresa solo los supervisores tienen una antigüedad superior), después, la miseria del paro y en unos meses vuelta a empezar de operadora a media jornada.
Ceno una sopa de sobre, dos manzanas y un vaso de leche (antes, mi madre me dejaba preparada la cena y en una tartera la comida para el día siguiente; ahora ya no). Rápidamente me voy a acostar: dentro de seis horas tengo que volver al metro, al autobús y al banco de cambio de turno.
En la pantalla sale
“AVISO URGENTE”
¡HAY VISITA DE INSPECCIÓN!.
IMPORTANTE,
¡EL HORARIO DE LA MEDIA JORNADA ES DE VEINTE HORAS.
EL DE LA COMPLETA ES DE CUARENTA HORAS SEMANALES!
En el tablón de anuncios figura un cuadrante, falso e incomprensible, lo despegan y vemos que se lo dan al inspector. Después pasan despacio por nuestras mesas, nos miran, a alguna la preguntan, si está hablando no contesta, si no, finge que está hablando. Nos hacen fotos; comentan, observan cómo trabajamos, ¡que sabrán ellos cómo trabajan nuestras cabezas!.
Días después nos cambian todas las sillas (al parecer los inspectores los han obligado): tienen mas ruedas, no son mas cómodas que las antiguas. Nos ponen unas alfombrillas para el ratón con reposa muñecas (parecen usados, hay un dibujo de una obra y pone “Andamios Escobar”). Nos vienen bien.
Cada día el trabajo se complica mas: ha habido bajas, siempre hay bajas. En el segundo descanso, en la calle, me encuentro a tres compañeras charlando. Están tristes, las pregunto y compungidas con lagrimas en los ojos, me dicen: “Loli, la rubia alta, la que casi nunca te dejaba llamadas en espera, se ha matado. Dicen que ayer cuando llegó a su casa, abrió la ventana y se tiró desde un sexto piso.”
Otra mas…
*Solo en el año 2010, 312 suicidios podrían ser atribuidos a las condiciones de trabajo, estos se traducen en 5.972 Años Potenciales de Vida Laboral Perdidos.
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