http://www.ecorepublicano.es/2016/07/la-traicion-de-aranda-el-general-de-la.html
Luis Díez | Cuarto Poder
La
obediencia calculada de los militares que pululaban por el palacio de
Buenavista, en la madrileña plaza de Cibeles, sede de la presidencia del
Consejo de Ministros, tuvo en el coronel Antonio Aranda Mata el máximo
exponente de la felonía y la crueldad. El cinismo de los oficiales
destinados en Buenavista hizo creer al jefe del Gobierno y ministro de
Guerra, Santiago Casares Quiroga, que prevalecería la lealtad y por eso,
porque no quería arriesgar la República ni por la derecha ni por la
izquierda, se negó a dictar la orden de entregar armas al pueblo y
dimitió al comprobar que la sublevación iniciada en Marruecos se
extendía rápidamente a la Península.
En las fechas
previas al golpe militar contra la República se contaba una anécdota muy
reconfortante, según algunos periodistas, para don Santiago. Se decía
que varios oficiales manejaban la fecha del golpe, pero habían decidido
posponerla a fin de mes para cobrar el sueldo y, luego ya, con el dinero
fresco en el bolsillo se habían olvidado de sublevarse. El 17 de julio
de 1936 no era fin de mes ni tampoco los golpistas decidieron esperar a
cobrar la paga. El ministro de la Gobernación, Santiago Pozas Perea, que
conocía bien el paño con el que los sublevados pretendían vestir
España, era partidario de armar al pueblo cuanto antes. Siguiendo su
consigna, el gobernador civil de Oviedo convocó al jefe militar de la
plaza y a los diputados del Frente Popular en su despacho.
Todos consideraban al coronel Aranda un hombre leal a la República; se
había mantenido al margen de la represión dirigida por Franco y Yagüe
contra los mineros a raíz de la huelga revolucionaria de octubre de
1934; asistía a algunos mítines socialistas; tenía buen trato con los
dirigentes obreros y hasta le habían concedido el título de “general de
la República” y “espada de la República”. Sólo la diputada del PSOE,
Matilde de la Torre, desconfiaba de él. El relato que escribió sobre el
drama de la represión fue, con otras páginas sobre la guerra, de lo más
delicado y emocionante que ha publicado la prensa española, al decir de
Julián Zugazagoitia.
De la Torre tenía algunas razones para desconfiar de Aranda. Era extraño
que el militar no hubiera escuchado ni un gemido de las víctimas de la
represión en las cuencas mineras ni tuviera noticia de las sevicias y
atrocidades perpetradas por las tropas norteafricanas de Yagüe contra la
gente indefensa, incluidos niños y mujeres. Simplemente prefirió mirar
hacia otro lado y dejó hacer.
Aranda acudió al despacho del gobernador civil y, con perfecta calma,
aseguró la obediencia unánime de la guarnición a las autoridades de la
República. Los parlamentarios le explicaron la decisión de armar a los
trabajadores, pues eso les permitía acudir con sus propios hombres en
apoyo de la plaza que los necesitara. Y Madrid los necesitaba. “En
Madrid, donde se hizo a los mineros requerimientos apremiantes, los
esperábamos, anhelando el momento de verlos irrumpir victoriosos por las
calles de la villa”, escribió Zugazagoitia.
El coronel no veía inconveniente en entregar armamento. Todo eran
facilidades por su parte. Se recomendó a los trabajadores que se
concentrasen para el reparto. Sin embargo, una vez consultadas las
existencias, manifestó que no podía prescindir de un solo fusil, aunque
había armamento de sobra en León, donde se les entregaría con una orden
suya. Se organizó una expedición de camiones con los hombres de las
minas.
Los asturianos acariciaban la idea de avanzar hacia Madrid arrollando a
los fascistas que se interpusieran en su camino. Téngase en cuenta que
en esos momentos ya la columna de Molamarchaba contra Madrid. El jefe de
la comandancia de León, debidamente alertado por Aranda, les hizo
perder bastante tiempo antes de dirigirles hacia Ponferrada a recoger el
material.
Mientras la columna rodaba por las carreteras leonesas, la reunión en el
Gobierno Civil terminó precipitadamente al escuchar el ruido de los
soldados en las calles. El coronel Aranda, que se había ido al cuartel
de Pelayo a comprobar la existencia de fusiles y munición, ordenó el
despliegue de la tropa por la ciudad y las primeras detenciones, entre
ellas, la del diputadoGraciano Antuña, que perdió unos minutos en avisar
a su familia. Los demás se pusieron inmediatamente a salvo abandonando
la ciudad hacia Mieres y las cuencas mineras.
Los obreros que se habían congregado en el patio del cuartel de los
guardias de Asalto, en espera de la distribución de armas, vieron
abrirse las ventanas del edificio y asomar los fusiles de la tropa, que
abrió fuego contra ellos. La traición de Aranda quedaba consumada. La
felonía del llamado “general de República” sorprendía a los propios
republicanos, aunque no tanto a la diputada De la Torre. Los padres del
felón, que residían en Madrid, ni siquiera fueron molestados por los
republicanos.
Comenzaba a amanecer cuando los mineros llegaban a la plaza de
Ponferrada. Ya desmontados de los camiones, estiraban las piernas y
hablaban en voz alta para espantar el sueño, a la espera de cargar las
supuestas armas y municiones. Pero en ese momento, los fusiles de los
militares y guardias civiles que les acechaban desde las ventanas,
algunas con ropas tendidas, abrieron fuego contra ellos. Sobre los
adoquines quedaron sus cuerpos entre charcos de sangre. Los que
pudieron, volvieron a los camiones y escaparon a toda prisa, cargados
con su iracundia. Algunos heridos fueron hechos prisioneros y fusilados
poco después. Entre ellos estaba el teniente de Asalto Menéndez.
La doble traición de Aranda, que formaba parte de la conspiración, como
quedó demostrado en una carta a un colega sublevado que publicó El
Socialista, tuvo unas consecuencias trágicas no sólo para la columna
minera que debía enfrentarse a los golpistas en Madrid, sino también
para los numerosos compañeros de armas que sufrieron la desconfianza de
las autoridades republicanas y, lo que es peor, la consideración de
“traidores” aunque lucharan con los milicianos. La tercera consecuencia
fue para los madrileños, que tuvieron que apoderarse por sí mismos y sin
ninguna ayuda de los cuarteles del Pardo, Carabanchel y, con un cañón y
notable sacrificio en vidas, del Cuartel de la Montaña.
Fuente: Cuarto Poder
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OTRO ASUNTO. Hoy en Perroflautas del Mundo: Una investigación destapa el horror de los internados franquistas: hablan las víctimas
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