Javier Nix Calderón 5/10/21
DIARIO DE UN COJO
No imaginaba cómo puede echarse de menos algo tan simple como es caminar. Los actos más insignificantes de la vida, aquellos a los que no prestamos atención, como pueden ser tragar, masticar, respirar, andar o peinarse, solo adquieren su verdadera dimensión cuando nos son vetados. Creemos ser conscientes de nuestra fragilidad, pero es en situaciones como la que estoy atravesando cuando nos damos cuenta que somos, por encima de todo, un cuerpo. En mi caso, han sido siete semanas sin ni siquiera apoyar el pie en el suelo, desde mi accidente de moto el pasado 14 de septiembre. Ayer, 4 de noviembre, el médico me autorizó a cargar algo de peso sobre mi pierna izquierda. Quince kilos, nada más. Y nada menos. Tras la operación de tibia y peroné que me practicaron el día 17 de septiembre, he pasado por un calvario de inmovilidad, dolores permanentes, frustración y una inagotable sensación de impotencia. He estado semanas en posición horizontal, soñando con una verticalidad que me parecía casi quimérica. Durante esas semanas interminables, mi mundo se ha visto reducido al pequeño platanero que observo desde la ventana de mi habitación, ahora coloreado por el otoño y la luz declinante de las tardes. Después, se ensanchó un poco con la silla de ruedas que alquilé. Exploré mi barrio buscando las mejores calles para moverme, las pendientes menos pronunciadas, los lugares desde los que recibir unos rayos de sol que me he bebido con la sed de un náufrago. No fue cosa fácil. Impulsar el peso de nuestro cuerpo en una silla de ruedas, salvando cuestas arriba y abajo, exige un esfuerzo nada despreciable y, también, algo de temeridad, todo sea dicho. No me he roto la otra pierna tras mis andanzas sobre ruedas, así que no se me ha dado tan mal.
En esas travesías, a veces acompañado por mis padres y mi novia, otras en solitario, he descubierto varias cosas. La primera, que pese a todas las campañas de concienciación sobre discapacidad, las ciudades nunca estarán hechas para aquellos que no pueden usar sus piernas: adoquines en mal estado, rampas imposibles, escalones insalvables, pavimentos llenos de baches, aceras estrechas con farolas obstaculizando el paso y un larguísimo etcétera. Moverse en silla de ruedas por una ciudad es hacer una gymkana triste, de dimensiones reducidas. La segunda, que solos no valemos nada. Somos el resultado de la suma de nuestros afectos, los que ofrecemos y, sobre todo, lo que recibimos. Una persona sola, impedida, está vendida en este mundo. No podría haber soportado estas semanas sin la ayuda de mis padres, pareja y amigos. Ya lo sabía, pero ahora lo sé un poco más: no valgo nada sin ellos. La tercera cosa que he descubierto es mi condición masoquista, porque me siento agradecido, a pesar de todo, por esta experiencia. Ha crecido mi empatía, pues hoy sé que mi malestar, temporal, es la realidad de muchos miles de personas a diario. La humildad es una vacuna que deberíamos ponernos cada poco tiempo.
Hoy pude dar mis primeros pasos, como dije. Me he levantado temprano, a las siete. Tras una hora de negociaciones con mi miedo, he decidido que iría a la peluquería, a dos kilómetros de la casa de mis padres, caminando con las muletas. Eran las nueve de la mañana. Sensaciones raras al principio de mi paseo: tengo que apoyar toda la planta del pie sobre el suelo cada vez que doy un paso, y eso confiere a mi caminar un deje de niños africanos bailando, con ese pisar enérgico de danza Masai. O eso quiero creer, pero la verdad es otra: más bien parezco un robot defectuoso, un hombre de hojalata tambaleante y con temor a tropezar. Con esa extrañeza del que tiene que aprender de nuevo algo que nunca debió olvidar, comencé a caminar: primero el pie izquierdo adelante, mientras sostengo la mayor parte de mi peso en las muletas, después el derecho. Cuatro pasos para cubrir un metro. La mirada fija en el suelo, evitando desniveles, hojas húmedas, socavones, rendijas, agujeros. Tras veinte metros, el tobillo comienza a quejarse, pero es un dolor sanador, vivificante. Alcé entonces la mirada y seguí caminando. Sonreía por dentro, mientras mi boca esbozaba quejidos y bufidos, consciente de que hoy comenzaba algo nuevo. Sí, las cosas tenían otra apariencia: sentía la luz distinta, más robusta; el aire que soplaba del norte me atravesaba la pierna, insuflándole movimiento. Caminaba despacio, proyectando la mirada hacia delante, agrandando el horizonte en mis pupilas. Sonreía, esta vez también por fuera.
Entonces llegué a una calle desde la que Alcobendas se desliza en una vaguada hacia el este. La avenida es ancha y el sol la bañaba por completo. Mi mirada se ha perdido en la distancia por primera vez en meses. He recordado la belleza de los valles de la Sierra de Guadarrama, a la que tanto añoro, y he vuelto por unos instantes a la Pedriza, a sus torreones de piedra, a sus rocas de formas imposibles, moldeadas por el agua y el tiempo. He regresado por un momento a aquella tarde en la cumbre de las Cabezas del Hierro, rodeado de nieve mientras observaba el río Manzanares serpentear por las gargantas, valle abajo. Durante esos segundos, me vi envuelto de nuevo en la ventisca en la Maliciosa, a -15ºC, con las pestañas congeladas. Me he quedado así, unos segundos, observando la distancia, sintiéndome agradecido, infinitamente agradecido, por esta oportunidad de reaprender aquello que de verdad importa: el afecto de los que me cuidan, la posibilidad de curarme, la naturaleza que me rodea, a la que amo como solo las montañas y yo sabemos.
He cerrado los ojos un rato, sintiendo el dolor de la pierna, quieto, en comunión con el sol, el viento y mis huesos rotos, respirando el aire frío de noviembre. Al volver a abrirlos, todo era diferente. He seguido caminando, frágil, renqueante, con la humildad de los heridos y la dignidad de un árbol que, medio quebrado, se resiste a caer.
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