Jesús Vasco Pérez 3/12/21
LA TIERRA DE ASTÉRIX: Digamos que hablo de Sarnago
Quien ha tenido la oportunidad, y gran suerte, de conocer las historias de Astérix y Obélix, habrán podido constatar que hay determinados lugares de nuestro país que poseen una similitud extraordinaria con la aldea de los irreductibles galos. Hasta uno de sus personajes (Coronavirus) dio nombre al virus que nos tiene contra las cuerdas.
Fue mi sobrino Carlos quien me regaló la colección cuando me casé. Uno de los regalos que más juego me ha dado. No miento si digo que la he leído más de diez veces. Y me siguen encantando las historias que allí se narran, habida cuenta de que Astérix y yo somos coetáneos. Inolvidables relatos que hacen la vida más llevadera.
Érase una vez un pueblo, con un puñado de gente dispuesta a todo, recostado sobre el vientre de la hermosa Sierra de Alcarama soriana, que mira al oeste para recoger los últimos rayos de cada tarde y engavillarlos para componer los más bellos atardeceres de Tierras Altas. Está protegido por un castillete de cantos hincados donde se parapetaban valerosos guerreros celtíberos, primos hermanos de aquellos otros numantinos que, antes de su suicidio colectivo, tuvieron en jaque a los romanos durante una década. Está rodeado de hermosos bosquetes de pinos y robles y extensos prados preñados de cardos, clavillos y chiribitas.
Pueblo de gentes viejas que perdieron mil y una batallas de una guerra que sus hijos esperan ganar. Gentes que se fueron a buscar el pan fruto de su trabajo y no de las cuatro espigas esparcidas por el campo. Gentes empujadas por sus descendientes que han tornado para desempolvar sus genes enterrados entre bieldos y azadones. Para levantar las vigas desmayadas, abrir las puertas desvencijadas, poner peldaños a las escaleras, colocar los platos en la alacena, los pucheros en las trébedes, a echar leña a las chimeneas y el agua en las cantareras. Es tal el revuelo que han originado que han tenido que mudarse los gorriones de los someros, las golondrinas de los aleros y los mochuelos del campanario. Y se han dado por aludidos los ciervos y los corzos de que han dejado libres las praderas para que se diviertan los niños y se solacen los mayores.
Adalides sarnagueses sin tregua ni cuartel. Como savia nueva para árbol viejo. Emprendedores de sueños que esperan realizar. Inyección de vida para un cuerpo yerto. Secundados por gentes de otros pueblos que admiran su voluntad y su arrojo, cómplices de su proyecto y dispuestos a tirar para adelante contra viento y marea. Entre ellos, escritores de la talla de Miguel Ángel San Miguel, Carmelo Romero, Isabel Goig, Abel Hernández o Julio Llamazares. Cineastas, como Mercedes Álvarez. Músicos, como José Antonio San Miguel o Manuel Castelló. Arqueólogos, arquitectos, catedráticos de letras y de números, sainetistas, teatreros, leñadores, agricultores y carpinteros. Sabemos bien lo que allí se cuece y ofrecemos nuestros brazos para que se lleve a cabo. Pocos pueblos ponen tanto empeño en desterrar la soledad, en consolidar proyectos para fijar las gentes a la tierra que tanto aman. ¿No encontráis similitud con la aldea gala?
Como en las historias de Astérix, Alcarama está plagada de jabalíes, ciervos y corzos. Sus nuevos habitantes aúnan sus brazos en hacenderas comunales. Celebran comidas populares en las que corre el vino y abunda la carne, semejantes a las galas. Unos son talladores de piedra, otros bardos que recorren las calles entonando populares canciones que hablan de móndidas y mozos de ramo, allá por San Bernabé. Y solamente temen a que un rayo les caiga encima.
He hablado de Numancia, de la aldea que da pábulo a la fama de sorianos que prefirieron morir antes que entregarse. Hoy es otra guerra la que se libra. No hay armas, ni escudos, ni caballería. Es una guerra de guante blanco, un acoso pertinaz basado en la indiferencia. Los enemigos son los responsables de la administración que miran para otro lado, conscientes de no querer cumplir aquello que en las urnas, a grito pelado, habían prometido.
Yo soy nacido en Castronuevo, un pequeño pueblo de Zamora que entra a engrosar el extenso elenco de pueblos de la España vaciada. Vaciada por deber, no por querer. Son muchas las personas que comenzamos a sentir una nueva y extraña enfermedad que anida en las entrañas de nuestro país, sobre todo en los machadianos Campos de Castilla. Su etiología, probablemente, se deba al intencionado olvido institucional. Cursa con tristeza, angustia, impotencia y lleva a la desesperación. Su tratamiento consiste en pequeñas dosis de comprensión política y un reparto equitativo de la riqueza. Y esta enfermedad avanza como la ceguera de Saramago, vaciando el campo de gente para sembrarlo de vacas y cerdos. Para que las sierras merineras sean asiento de gigantes de enormes brazos, que asustan a las aves y enloquecen a los vientos. Para que los huertos no sean de tomates, patatas o alcachofas, si no de placas solares que nunca madurarán y alumbrarán hogares muy lejos de donde asientan.
Entre los ingeniosos libros de Astérix hay varios que merecen especial atención. Uno de ellos alude a la cizaña. La cizaña es muy nuestra. Es una de las armas más poderosas. Diseñada especialmente para los políticos. No hay nada más útil que embarrar los suelos para que la gente resbale. Los grandes poderes, a través de los medios de comunicación, mediante fake news, eufemismo intencionado de bulos o mentiras, son capaces de convencernos de cuán bueno y necesario es convertir la tierra más olvidada en recipientes o despensas de sus negocios, para activarlos con un mando a distancia, lejos de donde residen, para no tener que mancharse las manos con los desperdicios, ni soportar aires malolientes, ni toparse con esos enormes fantasmas de 200 m de altura que bracean sin abrazar.
Pues bien, Sarnago intenta ser punta de lanza para despertarnos del letargo. Acuden a cuantos medios de comunicación están a su alcance, concitan a gentes dispuestas a echar una mano, realizan campañas de divulgación para gritar contra el desamparo, integran movimientos en pro del retorno a los pueblos, muestran sus tesoros naturales y sus medios de vida ecológicos y buscan que alguien les devuelva sus vidas perdidas en la soledad.
Algún día, los moradores de tierras sin nombre, cada vez más en aumento, se organizarán y coordinarán, y tendrán fuerza suficiente como para poner en brete a los partidos políticos, que necesitarán contar con ellos para dar solución a una situación, más que insostenible, de nuestro entorno rural. Los pueblos son nuestras señas de identidad. No debemos olvidar que una ciudad es un pueblo adulto. Civilizaciones poderosas de nuestro pasado gozaron de enormes ciudades que perdieron su relumbrón para convertirse en meras leyendas. No corramos el mismo riesgo. Ha de haber una simbiosis entre la urbe y el pueblo, no puede ser que aquélla olvide que éste es su granero.
Barakaldo, 3 de diciembre de 2021.
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