COPIADO de la pág. de fb de Javier Nix Calderón el 12/5/2017
Decidí convertirme en profesor por responsabilidad. Por responsabilidad
y porque me apasiona la Historia. Desde muy joven, sentí la necesidad
de contarla. Porque la Historia, la nuestra y la de nuestros hermanos y
hermanas en otras partes del globo, es un relato. Es un relato que debe
contarse, y debe contarse siempre desde la pasión y el asombro. Para que
el conocimiento se introduzca en los alumnos, hay que enseñar desde la
emoción. Las palabras deben vibrar y fluir como un río. El relato de la
Historia debe emocionar para ser comprendido. El Nazismo, o la
esclavitud en América, no pueden estudiarse como fenómenos del pasado,
sino como hechos cuya resonancia aún podemos escuchar en nuestro mundo.
Cuando estoy en clase, y observo a mis alumnos sentados en sus pupitres, pienso en las horas que llevan allí. En los años que han pasado escuchando a profesores aburridos, con escasa capacidad de comunicación, hablar sobre Física, Matemáticas, Literatura o Biología. Comprendo el aburrimiento en sus caras. Soy consciente del radical poder transformador de la educación, pero sé que la educación no es explicar o enseñar materias, sino sembrar en ellos una semilla que debe convertirse en árbol. Me siento agricultor, ayudándoles a arar el terreno fértil de su adolescencia. Y sé que la siembra necesita pasión. No me permito bajar nunca la intensidad en mis clases. Hay que producir un impacto. Esa es la palabra, impacto. Una clase debe ser como una piedra que cae sobre el lago de su curiosidad. Hay que agitar a los alumnos, removerlos, conminarles a descubrir, a avanzar, a preguntarse por qué. Un profesor debe enseñar a sus alumnos a ser libres y debe aprender a ser libre con ellos. Por eso decidí ser profesor. Quiero ser libre y ayudar a construir hombres y mujeres libres.
Soy un simple profesor de instituto, pero creo que tengo uno de los trabajos más importantes del mundo. La escuela es la matriz de cualquier cambio. Hablo de la escuela como espacio transformador, no como lugar de selección de futuros trabajadores. Detesto las calificaciones numéricas y los comentarios con los que catalogamos a nuestros alumnos en buenos, mediocres o malos. Cada joven de este país es una página en blanco deseosa de ser escrita. Solo hay que saber pulsar las teclas adecuadas. Si ninguno de nosotros acudiría a un concierto en el que el artista no se dejara la piel sobre el escenario, ¿por qué no hacemos lo mismo en nuestras clases? ¿Por qué no permitimos que la pasión nos desborde y se derrame sobre ellos? ¿Por qué no dejamos fluir el asombro? Sé que no siempre es fácil. Hay días que doy la misma clase tres veces, pero siempre descubro algo nuevo con sus preguntas. Me esfuerzo por no perder la capacidad de maravillarme con lo que enseño. Me siento como un eterno estudiante que aprende a través de lo que enseña. Observo sus caras al comprender algo nuevo, y siento que todo ese esfuerzo vale la pena. Yo hago ese viaje hacia el conocimiento todos los días, y podéis creerme: es lo más maravilloso que existe en este mundo.
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Cuando estoy en clase, y observo a mis alumnos sentados en sus pupitres, pienso en las horas que llevan allí. En los años que han pasado escuchando a profesores aburridos, con escasa capacidad de comunicación, hablar sobre Física, Matemáticas, Literatura o Biología. Comprendo el aburrimiento en sus caras. Soy consciente del radical poder transformador de la educación, pero sé que la educación no es explicar o enseñar materias, sino sembrar en ellos una semilla que debe convertirse en árbol. Me siento agricultor, ayudándoles a arar el terreno fértil de su adolescencia. Y sé que la siembra necesita pasión. No me permito bajar nunca la intensidad en mis clases. Hay que producir un impacto. Esa es la palabra, impacto. Una clase debe ser como una piedra que cae sobre el lago de su curiosidad. Hay que agitar a los alumnos, removerlos, conminarles a descubrir, a avanzar, a preguntarse por qué. Un profesor debe enseñar a sus alumnos a ser libres y debe aprender a ser libre con ellos. Por eso decidí ser profesor. Quiero ser libre y ayudar a construir hombres y mujeres libres.
Soy un simple profesor de instituto, pero creo que tengo uno de los trabajos más importantes del mundo. La escuela es la matriz de cualquier cambio. Hablo de la escuela como espacio transformador, no como lugar de selección de futuros trabajadores. Detesto las calificaciones numéricas y los comentarios con los que catalogamos a nuestros alumnos en buenos, mediocres o malos. Cada joven de este país es una página en blanco deseosa de ser escrita. Solo hay que saber pulsar las teclas adecuadas. Si ninguno de nosotros acudiría a un concierto en el que el artista no se dejara la piel sobre el escenario, ¿por qué no hacemos lo mismo en nuestras clases? ¿Por qué no permitimos que la pasión nos desborde y se derrame sobre ellos? ¿Por qué no dejamos fluir el asombro? Sé que no siempre es fácil. Hay días que doy la misma clase tres veces, pero siempre descubro algo nuevo con sus preguntas. Me esfuerzo por no perder la capacidad de maravillarme con lo que enseño. Me siento como un eterno estudiante que aprende a través de lo que enseña. Observo sus caras al comprender algo nuevo, y siento que todo ese esfuerzo vale la pena. Yo hago ese viaje hacia el conocimiento todos los días, y podéis creerme: es lo más maravilloso que existe en este mundo.
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