La
vi desde el final del pasillo de las legumbres, cuando yo pasaba hacia
el de los zumos. Me detuve a observarla. Sí, se veía desvalida. Estaba
quieta, apoyada en su andador, mirando las filas de botes de cristal de
judías, garbanzos y lentejas. Me acerqué y me coloqué a su lado, como si
yo también estuviera indecisa y dudara qué coger. La escuché murmurar:
«es que hay tantos, que me confunden». Le pregunté si podía ayudarla. Me
miró. Me sonrió con ternura y timidez. «Pues e
res
muy amable; necesito lentejas de medio kilo». Le alcancé un tarro de
450g. «No, no; de las secas. No las encuentro». Claro, de las secas.
¿Cómo había podido no pensarlo? ¿Cómo le daba lentejas cocidas a una
mujer de su edad? Las busqué y encontré un paquete de pardinas de 500g.
Se lo di mientras ella me lo agradecía y se disculpaba por «su torpeza».
Luego, se alejó hacia las cajas. Yo me quedé quieta, casi ocupando su
anterior posición. Al cabo de un momento, susurré: «adiós, mamá». Y
continué hacia los zumos.
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