(Publicado por Daalla el 06 de sept. de 2009 en su blog fusiladosdetorrellas.blogspot.com/ . En su página aparece documentación gráfica relativa a lo narrado, la exposición queda mucho más clara... mejor. PAQUITA)
Represión fascista en Aragón (III).
Son las 4 de la madrugada de un día de julio de 1937 en la cárcel de Torrero, situada al sur de la ciudad de Zaragoza. El nuevo capellán de la prisión, el fraile capuchino Gumersindo de Estella, se dispone a cumplir el ritual que, desde hace aproximadamente un mes, lleva realizando. Asistir espiritualmente a los reos de muerte de la prisión, en especial en los momentos previos a su fusilamiento.
De Estella es consciente de que otros religiosos que realizan sus funciones en la prisión, así como el director y los guardias lo miran con cierta suspicacia. Saben que él realiza su trabajo de forma totalmente voluntaria. Esto lo distancia de la mayoría de los capellanes de prisiones franquistas, que se han metido a esto por los buenos sueldos que reciben y/o para satisfacer su deseo de venganza contra las “hordas rojas”.
Gumersindo de Estella ha visto ya demasiados cadáveres de republicanos asesinados en las cunetas navarras por los requetés y los falangistas. Ha visto también, horrorizado, el alborozo de sus compañeros frailes en el convento, dándose festines con las gallinas “requisadas” en los pueblos donde se han realizado las matanzas. Sus reticencias ante este clima de violencia y bajeza moral han tenido la culpa de que su Provincial en Pamplona le haya desterrado a la capital aragonesa.
“Queda destinado a Zaragoza, vaya hoy en el primer tren”.
“Estaré allí mejor que aquí, porque aquí no vivo entre hermanos, sino entre espías y acusadores falsos”.
Ya se escuchan en el pasillo los pasos de los condenados conducidos por los guardias. De Estella esconde apresuradamente el cuaderno donde va escribiendo sus memorias. Sabe que debe ser muy cauto pues en ellas expresa unas críticas muy graves al sistema penitenciario franquista y a la iglesia cómplice. Las represalias, si salen a la luz, serán terribles.
Los presos entran ya en la estancia que hace las veces de capilla. Un altar improvisado en una mesa, con todo lo necesario para la misa. En la pared, un retrato de Franco y, debajo del dictador, un crucifijo. A ambos lados de la mesa, dos velas.
Elegido por los franquistas para que los presos se confiesen por última vez, el retrato de Franco, quien ha firmado sus sentencias de muerte, está allí para humillarlos aún más. Con el tiempo, y a costa de asumir un gran riesgo, el fraile conseguirá que el director de la cárcel retire el retrato del dictador.
Hoy son 7 los condenados a muerte que van a pasar allí su última hora de vida. Algunos son soldados republicanos, otros han sido detenidos en la zona nacional acusados de espionaje o desafección al régimen. De Estella sabe que la propaganda franquista describe a los presos como "jóvenes radicales y exaltados", pero no es verdad. La mayoría son maduros padres de familia, de entre 30 y 40 años. Muchos tienen incluso más de 60 años. Hay bastantes ateos y agnósticos, pero la mayoría son católicos más o menos practicantes que han renegado del clero por la implicación de éste en la guerra y en la represión. Muchos están allí precisamente por la delación del cura de su pueblo, que se venga así de la persecución anticlerical de la etapa más revolucionaria o simplemente porque da rienda suelta a rencores personales.
Uno de los presos, a quien el capuchino invita a buscar consuelo en la confesión y la comunión le dice:
"No señor, no me invite a practicar la religión. Las derechas están matando en nombre de la religión y hacen la guerra en nombre de la religión. Y una religión que les inspira tanta crueldad, no la quiero".
De Estella no se extraña de estas palabras y luego escribirá en su cuaderno:
“La culpa de su fusilamiento la tenía el cura de su pueblo porque, a una con el alcalde, dio malos informes de él (…) ¿Ignoraba ese clérigo que las leyes de la Iglesia prohíben al sacerdote actuar de acusador o testigo en procesos de los que puede seguirse pena capital? Si lo ignoraba era inútil para el sagrado ministerio; si no lo ignoraba era indigno de celebrar el santo sacrificio de la Misa” …
Ya son las 6. Los presos, atadas las manos, suben a un autocar junto con los guardias y los frailes. En coches particulares, el director de la prisión, el médico, el secretario… El trayecto hasta las tapias traseras del cementerio (detrás del mausoleo de Joaquín Costa en aquella época) es corto.
Los presos son colocados en fila mirando hacia la tapia. Algunos se avienen a besar el crucifijo que les ofrece de Estella. Otros, vuelven orgullosamente la cabeza rechazándolo.
Suena la descarga, fuerte, ya que hay cinco soldados por cada preso. Estos caen derribados por las balas. Entre gritos desgarrados y respiraciones agónicas, Gumersindo de Estella se acerca a darles la absolución antes de que el teniente de turno venga a descargarles dos o tres tiros de gracia. Lo hace tan rápido que el capuchino casi no tiene tiempo de apartarse, de ahí que el cordón de su hábito esté teñido de sangre. A las 7, todo ha terminado.
Día tras día de Estella va desgranando en su diario parecidas ejecuciones. En ocasiones ocurren hechos que, en otras circunstancias, harían reir. Como cuando el autocar llega a las tapias del cementerio para fusilar a los 8 condenados de ese día y nadie da orden de bajar del vehículo. Así va pasando el tiempo hasta que el fraile pregunta qué pasa. La respuesta, que se han olvidado los cartuchos.
No sólo se fusilaba en las tapias del cementerio. Las riberas del Canal Imperial de Aragón a su paso por Torrero y por Valdespartera fueron lugar de innumerables ejecuciones extrajudiciales desde julio de 1936.
El 6 de noviembre de 1939, cuando Gumersindo de Estella llega al cementerio acompañando a los 16 condenados de ese día, observa una novedad. Han levantado una larga valla de tablones de más de dos metros de alto. Y entre esa valla y la tapia queda un espacio de un metro que ha sido llenado de tierra. Las miles de balas descargadas desde julio de 1936 han destrozado la tapia y los disparos traspasan ya la pared, alcanzando a los ataúdes de los nichos del cementerio.
La guerra termina oficialmente, pero los fusilamientos no cesan. La mayoría de esos fusilados que constan en los libros de registro del cementerio -más de 3.000 durante la guerra y casi 500 durante la posguerra- fueron enterrados en fosas comunes. Allí permanecieron durante la dictadura de Franco, mientras que ya en 1941 se construyó en el cementerio una capilla-osario para los "caídos de la Cruzada de liberación" y unos años más tarde, en 1953, se levantó en la plaza del Pilar un gran "monumento a los héroes y mártires de nuestra gloriosa Cruzada".
En 1979, al efectuar unas obras en el cementerio, se descubrieron dos grandes zanjas de 500 metros de longitud por dos de anchura con los restos de numerosos asesinados. En aquella España recién salida de la dictadura nada se hizo por identificarlos, localizar a sus familias, darles una digna sepultura. Con algunas excepciones, los restos fueron trasladados a otra fosa común, enterrados de nuevo en el silencio, aunque el primer Ayuntamiento democrático de Zaragoza levantó allí un monolito en memoria de "cuantos murieron por la libertad y la democracia". En ese mismo cementerio, hoy, en su entrada principal, lo primero que el visitante contempla es la "gran cruz del monumento a los héroes y mártires de la Cruzada", trasladado allí en 1992 desde la plaza del Pilar.
Las Memorias del P. Gumersindo de Estella -un diario de la asistencia espiritual que ejerció con los reos, condenados a muerte en la prisión de Zaragoza, desde 1937 a 1941- ocultas por miedo a las represalias, fueron publicadas en 2003, dando así cumplimiento al deseo del autor de ser un testimonio para generaciones futuras.
Este libro, duro como pocos de leer, llenas sus páginas de horror, nos da una idea de la desesperación, la humillación y el dolor sin medida que sufrieron los condenados a muerte en una cárcel franquista como la zaragozana prisión de Torrero. Diseñada para 250 reclusos, se hacinaban en ella más de 6000 presos, llegando a convivir 18 reclusos en una celda individual. A esta situación, ya de por sí insoportable, se unían el hambre, los piojos y las frecuentes palizas sufridas por los presos políticos a manos de los presos comunes, que se ganaban así la aprobación de los carceleros.
La prisión correccionalista y humanitaria con la que soñaban los dirigentes de la II República se convirtió, tras el alzamiento militar, en un lugar donde reinaban el terror y la muerte.
En cuanto a Gumersindo de Estella, merece nuestro reconocimiento, pues demuestra que no todos los religiosos compartieron la actitud vengativa de la Iglesia, ya que formó parte de aquel grupo minoritario de eclesiásticos que defendieron la neutralidad de la misma en el conflicto, así como el perdón y la reconciliación.
Una reconciliación que, si un día se alcanza, deberá edificarse sobre la Memoria, nunca sobre el olvido.
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