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La directora general de Calidad y Seguridad Alimentaria, María Aitziber Lanza, envía una carta al ministerio en el que denuncia la "preocupante" situación del mercado en Aragón y explica "los proyectos de utilización" que nacen de la comunidad y conocen en la DGA
El Gobierno de Aragón mueve ficha en busca de un futuro para la lana de la comunidad. La directora general de Calidad y Seguridad Alimentaria, María Aitziber Lanza, ha enviado una carta al Ministerio de Agricultura, Pescas y Alimentación, que dirige el socialista Luis Planas, reclamando que pidan en Europa la flexibilización de la segunda vida de la lana. La DGA califica como "preocupante" la situación del mercado en la comunidad, por la proliferación de fibras sintéticas en el mercado, pero demuestra la innovación del sector en el territorio, de la que ya es consciente la consejería.
En el escrito, Lanza señala que "en los últimos años se ha presenciado el creciente protagonismo de las fibras sintéticas en detrimento de las fibras naturales" y lamenta que este cambio en el mercado ha generado "la pérdida de valor del subproducto". La directora general refleja la problemática de los profesionales, con grandes cantidades de lana almacenadas en las explotaciones: según los cálculos de la propia consejería, más de cuatro millones de kilos de este material esperan una nueva vida en los almacenes aragoneses.
Lanza señala que "las posibilidades que ofrece la normativa reguladora son bien conocidas" y cita como principales opciones para la lana "los procesos de incineración, combustión, biogás, compostaje tras procesado o fabricación de abonos o enmiendas del suelo". La responsable de Calidad y Seguridad Alimentaria cuenta otra opción, en una nota interpretativa de la consejería de Javier Rincón, en la que se aborda "la posible aplicación a la tierra de la lana, tras su oportuna mezcla con estiércol".
La directora general comenta que a la consejería han llegado "diversos proyectos de utilización de la lana". Los campos en los que podría desarrollarse son "la construcción, previa vitrificación de la lana, o la industria de los microplásticos". Sin embargo, "no encajarían en el escenario normativo actual", lamenta Lanza, razón por la que se pide esta flexibilización.
"Por todo ello, se insta al Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación a que eleve al correspondiente órgano de la Unión Europea la posibilidad de modificación de la normativa reguladora de los sandach (Subproductos de origen animal no destinados a consumo humano) en el sentido de ampliar los destinos admitidos para la lana", concluye Lanza, que solicita esta acción para "poder aliviar el problema que la gestión de este subproducto ha generado en las explotaciones de ovino de Aragón".
El Gobierno de Aragón desarrolla desde hace un tiempo el plan ENlanaTE, un proyecto del CITA Teruel que propone aprovechar el potencial de la lana ovina de la provincia, no solo como un recurso económico, sino como solución innovadora ante los desafíos ambientales y económicos que sufre el sector ganadero. El objetivo de este proyecto es posicionar este subproducto como un componente clave en el desarrollo de materiales biobasados y dentro de los principios de economía circular y de transición ecológica que promueve la UE. Centrado en la construcción, otro ejemplo: el químico Fernando Iturbe trabaja en Vitrolan, una tecnología que convierta en aislante para hogares la lana vitrificada, el resultado que se obtiene tras un proceso de limpieza y mineralización del producto.
14:12 minutos del día de apagón. En un banco de Madrid, varias personas se congregan alrededor de una radio portátil alimentada mediante una diminuta placa solar. Cuando pasa una nube, la radio se calla. Una chica joven de unos 16 años se acerca y pregunta qué está pasando. Cuando se le explica la escala del apagón y que se ha anunciado que la causa probable es un “ataque informático”, su cara se descompone y las lágrimas le suben a los ojos. Sale corriendo.
Una de las cosas más difíciles del apagón era no saber. Y ese no saber se llenaba con especulaciones de todo tipo, alimentadas por las narrativas del fin de los tiempos que han colonizado nuestro imaginario, pero también por las irresponsabilidades mediáticas. Siempre que no haya información fidedigna, los huecos van a llenarse con especulaciones y conspiraciones.
No saber es lo más difícil porque estamos acostumbrados a lo contrario, a veces a un exceso, o a un parloteo incesante de opiniones que nos asaltan desde las redes e internet en lo que es ya nuestra cotidianidad. En la era de las redes, el silencio se vuelve abismo.
El “kit de supervivencia”, sugerido por Bruselas un mes antes, contenía una radio a pilas, casi tan necesaria como la comida, al menos, para no caer en alarmas innecesarias. Porque en tiempos de imaginería catastrófica, lo primero que se te ocurre ante una situación así es, casi, lo peor. El apagón eléctrico e informativo cayó en ese escenario donde el Consejo Europeo nos pide estar preparados para una eventual catástrofe o incluso un posible ataque de Rusia; es decir, un escenario de miedo alimentado por las instituciones. (Nada decía, por cierto, de renacionalizar las infraestructuras básicas privatizadas que nos ponen en riesgo como demuestra el apagón.) De un tiempo a esta parte, se trata de justificar el aumento del gasto militar en medio de tantas necesidades acuciantes y problemas estructurales graves en las economías europeas –que reconoció el propio Informe Draghi–. ¿O quizás pretende ser una salida ahora que el new deal verde se viste de verde militar?
Pero estos discursos alarmistas también inciden en reformatear las subjetividades y encuadrar a las poblaciones en una lógica de excepción y guerra. Se necesita un “cambio de mentalidad” de la ciudadanía, decía el informe del Consejo. Un cambio que se prevé empujar mediante cursos a la ciudadanía y un posible servicio civil, y, quizás, si no conseguimos frenarlo, la vuelta del servicio militar que tanta cárcel y penas accesorias ha costado a los insumisos de este país.
El miedo así espoleado sirve para legitimar la necesidad de más fuerzas de seguridad, más armas y más represión y también alimenta el sustrato que hace crecer la hiedra de la desconfianza, el miedo a los otros y la tonalidad afectiva del resentimiento que impulsa a las extremas derechas. El apagón se construye sobre ese escenario. Algunos no saben si podrán pagar el alquiler mañana pero tampoco qué rostro tendrá ese mañana.
Ese día, además, se especuló bastante sobre la posibilidad de que la oscuridad se prolongase durante la noche y ahí se hicieron fuertes las imágenes de los apagones estadounidenses y sus saqueos. Lo cierto es que no pasó nada –y con toda probabilidad en la noche tampoco habría pasado–. Es más, el otro rostro de la suspensión de la normalidad nos habla de nuevas posibilidades cuando el trabajo se detiene y, sin pantallas, surge la necesidad de encontrarnos cara a cara. En los parques y las plazas, mucha gente hablaba, bailaba o compartía comida. La posibilidad de ayudarnos, en vez de asaltarnos unos a otros –como nos enseñan las películas de catástrofes– es muy poderosa. También es algo que hemos presenciado en situaciones infinitamente más difíciles que las que provocó el apagón. Es lo que cuenta Rebecca Solnit en Un paraíso en el infierno (Capitán Swing). En los tiempos difíciles nacen gestos de radical generosidad y redes de solidaridad inesperadas.
“Tras un terremoto, un bombardeo o una tormenta, particularmente destructiva, la mayoría de la gente se comporta de manera altruista y se entrega inmediatamente al cuidado de sí misma, y de quienes la rodean, sean vecinos, extraños o amigos y personas queridas. La imagen del ser humano egoísta, que sucumbe al pánico, que vuelve a un estado violento y salvaje durante una hecatombe, tiene muy poco de real, (…) Sin embargo, los prejuicios siguen ahí. Normalmente, las acciones más terribles son las de quienes creen que los demás van a comportarse despiadadamente, y que deben protegerse de la barbarie ajena”, dice Solnit.
Como la DANA valenciana demuestra, allá donde estas redes preexistentes son más fuertes también es más sencillo que prendan estos puntos de luz. Después de esta catástrofe se habló mucho de que las ciudadanas no estamos preparadas para responder a emergencias, de la necesidad de formación. Es cierto que quizás hacen falta unas nociones básicas de qué hacer en cada caso. Sin embargo, la preparación más importante que necesitamos para las alertas es lo que podemos hacer ya, sin necesidad de cursos o la intervención estatal. No se trata de que cada uno se haga su mochila en casa para encarar mejor una posible emergencia de forma individual, sino de encontrar maneras de pensar cómo enfrentarla junto con otros, poniendo recursos y saberes en común. En realidad, la colaboración es una herramienta evolutiva fundamental de nuestra especie, y han sido necesarios muchos años de capitalismo e ideología neoliberal e incluso violencia y escasez artificial, para que parezca lo contrario.
Hay cosas que podemos hacer desde ya. Todos formamos parte de alguna comunidad de tipos muy variados: ya sea activista, vecinal, de amigos, un AMPA o una escuela, e incluso deportiva y también laboral. Se trata de ser capaces de formar ahí un red capaz de activarse en momentos difíciles. Esto implica, por ejemplo, tener un lugar al que acudir si hace falta información o se necesita alguna ayuda específica –medicamentos, atención a los dependientes, alimentos, etc.–. En esos lugares: un cole, un centro social, la casa de alguien pueden existir algunos elementos básicos que sean imprescindibles en caso de emergencia y donde además puede organizarse, en caso de necesidad, la recogida de más recursos y su redistribución. Simplemente no estar solos en esos momentos también puede ser de gran ayuda. Cosas sencillas como saber quién de las personas que viven en tu edificio necesita ascensor para salir de casa, o determinadas atenciones, o saber que podemos preguntar cómo están en un caso como el del apagón pueden constituir pequeños gestos que cambien mucho.
Tenemos capacidad cuando hacemos cosas juntos. La preparación que necesitamos es esta de la vida en común y, desde ahí, podemos empezara a reflexionar también colectivamente sobre estas posibles situaciones para sustituir el miedo dominante –o el que se quiere imponer para impulsar ciertos intereses– por más comunidad.
Una de las cosas más difíciles del apagón era no saber. Desde este humilde pero resistente medio intentamos cada día llenar los huecos de este sinsentido, apostando por reforzar los vínculos que nos hacen humanos. Gracias por hacerlo posible.
En torno al 80% de la población española vive en ciudades, pero los actuales modelos urbanísticos hacen peligrar la sostenibilidad del planeta y, en consecuencia, de todas las civilizaciones. En este contexto, diferentes grupos y colectivos han desarrollado varios experimentos que fomentan otras maneras de habitar estos espacios. Los huertos urbanos son uno de ellos.
El sociólogo José Luis Fernández Casadevante, Kois (Madrid, 1978) es un experto internacional en soberanía alimentaria. En su último ensayo, Huertopías. Ecourbanismo, cooperación social y agricultura (Capitán Swing, 2025), hace un recorrido sobre la práctica agrícola en las ciudades. Frente a las distopías y otras narrativas de colapso que tienen lugar en el actual contexto de crisis, el autor encuentra en los huertos urbanos una fórmula que nos permite imaginar futuros deseables que movilicen la acción política.
¿Son los huertos urbanos una cosa de hippies?
(Risas). No lo han sido a lo largo de la historia. Los movimientos contraculturales de los años setenta fueron el ancla del ecologismo en sus primeras expresiones. Ahí quizás sí se pueda vincular en cierto modo a los hippies, pero tanto el grueso cualitativo como
cuantitativo no lo es. Los huertos acogen una diversidad social enorme. Yo llevo 25 años participando en ellos y creo que es una de las fórmulas asociativas más inclusivas que conozco. No hay que llamar a una puerta. Uno puede asomarse y te invitan a entrar. A veces nos gusta caricaturizar las cosas y tienen el estereotipo de ser de hippies, pero son espacios muy amables y acogedores a esta diversidad.
Hablas de cómo los huertos han ejercido una función de resistencia, por ejemplo, en el movimiento LGTBIQ+.
Desde Epicuro hasta nuestros tiempos, los huertos han servido como refugios para reconstruir comunidades, de manera más marcada en contextos de crisis. Las comunidades oprimidas han encontrado en los huertos lugares en los que juntarse, organizarse y cuidarse. Este análisis también permite ver que, en realidad, no son algo nuevo, ya que llevan cumpliendo esta función desde hace siglos.
¿Hay ideología detrás de los huertos urbanos?
Creo que son un espacio poco ideologizado como tal, pero que, sin embargo, la propia tarea te obliga a desarrollar una suerte de valores cooperativos, de trabajar en común. Eso genera dinámicas de cuidado y de ayuda mutua. Esta es una de las grandezas de los huertos, que llamamos cosechas intangibles. Porque además de dar tomates, también aumenta las relaciones sociales y el bienestar emocional. Quizás no se suele explicitar tanto, pero es un aspecto muy relevante.
¿De qué manera responden los huertos urbanos a la crisis alimentaria?
En los huertos sembramos tomates, pero cosechamos relaciones sociales. Quizás no vamos a conseguir la autosuficiencia alimentaria ni abordar esta crisis a través de los huertos urbanos, pero pueden ser una herramienta estratégica. Su valor reside no tanto en que consigan dar de comer a todo el mundo, sino en que amplias capas de la población entren en contacto con esta problemática y conozcan alternativas. Participar en los huertos permite aprender otras políticas nutricionales, otras formas de alimentarse y conectar con otros modelos de consumo.
No somos conscientes de la vulnerabilidad que tiene el actual sistema alimentario, dependiendo de cadenas globales de suministro. Los estudios plantean que las personas que entran en los huertos acceden a productos más saludables, descubren que pueden reducir su consumo de carne y comienzan a preocuparse más por el origen de los alimentos o si son de estación. Son cambios en positivo que tienen lugar de manera comunitaria y colectiva.
¿Cuál es el rol que desempeñan los huertos urbanos en la actual crisis de la vivienda?
La agricultura urbana gana en contextos convulsos. Están presentes en la crisis del petróleo de los setenta, en las grandes crisis económicas, en la pandemia de la covid-19 y en los colapsos sociourbanísticos. Creo que no juega un papel central en crisis particulares como puede ser la de la vivienda, sino que entra de forma más estructural.
Si quisiéramos enfocar la crisis de la vivienda de una manera integral con una perspectiva ecosocial, tenemos que hablar de cómo llevar a los barrios populares desfavorecidos la rehabilitación energética. También tenemos que hablar de políticas de construcción de vivienda social que incorporen en su diseño la creación de huertos, para que la gente de bajos ingresos pueda acceder a una alimentación ecológica, ya no de kilómetro 0, sino en el propio ascensor. Habría que empezar a concebir que en cualquier política de vivienda podríamos incluir estas cuestiones.
Pero las zonas verdes pueden ser un arma de doble filo. Menciona la greentrificación, una suerte de "gentrificación verde".
El concepto "gentrificación" ya se ha impuesto en nuestro vocabulario. Es la dinámica de expulsión de población que reside en un lugar porque se encarecen los alquileres y esto echa de sus barrios a las personas más precarias y vulnerables. Ahora los estudios más punteros y específicos observan qué papel juegan las zonas verdes, la naturalización y la mejora ambiental en este tipo de procesos.
¿Y qué papel juegan?
La ciudad no es una variable independiente. Por ejemplo, un parque de por sí no explica el proceso de greentrificación. Las zonas verdes se convierten en un elemento que acelera y agrava las tensiones cuando se desarrollan en zonas que ya están en disputa. En el caso de Madrid, llevar a cabo una regeneración urbanística en Villaverde, donde ahora mismo el mercado no tiene puesto el radar, no genera ese efecto. Por el contrario, sí lo acelera en el caso de Madrid Río.
¿Cómo determina este peligro la defensa de zonas verdes?
Tenemos que estar vigilantes. Cuando la renaturalización se hace de manera acrítica, puede provocar dinámicas de greentrificación. Estamos entre la espada y la pared. Cualquier elemento de mejora en un barrio se escapa del control de quienes la impulsan –sea un huerto, mejorar la convivencia, crear un atractivo cultural, etc.–. Pero renunciar a hacer mejoras en la ciudad y en la vida de la gente es bastante contradictorio. También hay una parte de responsabilidad de lo público. Las administraciones deben velar por que estas mejoras se hagan de la manera más fina posible e intentar anticipar las consecuencias no deseadas.
¿En qué consiste un urbicidio?
El término urbicidio se popularizó para hablar de la devastación en los enclaves urbanos durante los conflictos bélicos, especialmente a partir de las guerras yugoslavas. Tomar la ciudad es un elemento simbólico de destrucción porque no es imprescindible para ganar más terreno.
Pero haciendo una arqueología de las ideas, resulta que el concepto lo inventaron los movimientos vecinales de los años cincuenta y sesenta en Estados Unidos, cuando se enfrentan al desarrollo del automóvil. Hubo muchas protestas en ciudades como Nueva York porque se desalojaban a miles de personas y se demolían barrios enteros para hacer espacio para las carreteras. En ese contexto, la gente planteaba que el urbicidio no se perpetraba solo contra la ciudad, sino que también destruye comunidades vertebradas que habitan un territorio. Y cuando no se las destruye, se las echa o se las hace sentir cada vez más extrañas en su propio barrio. Puede haber urbicidio manteniendo una ciudad como un decorado. Nos quedamos con la fachada y tenemos una ciudad escaparate, pero no a las comunidades que dan vida a los barrios.
¿Cómo valora la política de izquierdas en la crisis ecosocial?
Estamos en un momento histórico en el que la derecha parece más sincera que la izquierda institucional. Si sabemos que vamos a vivir inevitablemente con menos recursos, menos energía y en entornos cada vez más adversos, a lo mejor no le podemos exigir al Gobierno que lleve a cabo unas medidas hiperaudaces, que a lo mejor no se entienden en el corto plazo y que son políticamente suicidas.
Entonces, ¿qué le podemos exigir?
Lo que sí le podemos exigir, como mínimo, es que sea sincera a la hora de abrir el gran debate ciudadano a nivel social de cuál es la verdadera crisis en la que estamos involucrados. Ya muchos documentos de la ONU hablan de "policrisis", es decir, que estamos ante unas situaciones en las que tenemos que abordar lo social, lo ecológico, lo energético y lo cultural de una manera integrada. No vamos a poder dar con soluciones por separado.
¿Cuál es la relación de la extrema derecha con un estilo de vida ecológicamente insostenible?
La derecha está siendo muy audaz en decirle a la población: "Vais a sufrir, va a haber dolor, pero después de esto, habrá merecido la pena". Este es el planteamiento de Javier Milei, por ejemplo. Sin embargo, desde la izquierda nos cuesta. Se dice que la ecología no vende políticamente. Al final, se necesita decirle a la gente que su estilo de vida no va a poder continuar en el futuro porque los recursos no dan. Y esto nos aboca a la idea de que hay población sobrante. La extrema derecha está diciendo –de manera menos explícita–: "Hagámonos grandes otra vez... los que podamos". Entonces corremos el riesgo de que estas derivas ecofascistas agraven las crisis.
¿Es por eso que la izquierda requiere de utopías (huertopías), aunque sean imperfectas?
Tenemos un problema con las narrativas. Por un lado, tenemos un monocultivo cultural de distopía: cogemos lo peor del presente, lo proyectamos al futuro y el resultado es aterrador. Por otro lado, tenemos un solucionismo tecnológico: la ciencia inventará algo y yo no tengo que hacer nada. Estas son las narrativas dominantes. Necesitamos movilizar un deseo alternativo para tener horizontes.
¿Cómo lo conseguimos?
Tenemos la responsabilidad de ofrecer imaginarios esperanzadores, no utopías cerradas que pueden ser perniciosas. Debemos contar con borradores de cómo es una ciudad en la que sea deseable vivir, que sea más justa, más inclusiva y más sostenible. Esto tendría que ser parte de nuestro repertorio, más allá de la protesta y la crítica.
También me gusta hablar de la mirada apreciativa. Observamos lo que hacemos y tenemos una gran capacidad de encontrarle las carencias, los fallos, las contradicciones, los sesgos... pero no hacemos el ejercicio contrario: ¿Cuáles son las potencialidades de lo que sí funciona? ¿Hasta dónde podrían llegar si contaran con apoyo institucional? En este marco, hay un margen enorme para soñar