(Copiado del blog: Lansky al habla cuya cabecera expone: "Es cierto que no puedo hacerme mis propios zapatos, pero, señores, no permito que me escriban mi filosofía" http://www.lansky-al-habla.com/
Y, como señas personales, da: "Pequeño mundo soy y en ello fundo que siendo amo de mí lo soy del mundo. Lo dijo Calderón y yo lo suscribo" Artículo de fecha 3 de febrero de 2009.
¿Alguna vez mencioné que amo la naturaleza? Seguramente sí, pero...hace ya tiempo. PAQUITA)
¿Cómo se forja un naturalista? Alguien interesado, profesionalmente o no, eso es lo de menos, en bichos, plantas y rocas. Primero e indispensable, la curiosidad, el acicate de la sorpresa, aunque sea cruenta y predadora, lo suele ser, la mirada práctica y sigilosa; luego la admiración, la mirada lenta y pasmada; finalmente el amor, la mirada persistente e indagadora. Conocer es amar. Y no al revés como en la cursi y pretenciosa educación ambiental. No hay que perder la mirada del niño, sino mejorarla y adiestrarla. Pero ningún zoólogo le puede enseñar a buscar nidos a un chiquillo rural y ningún ecólogo le puede enseñar la postura correcta de un caballo salvaje alarmado a un pintor rupestre.
John Fowles, un estupendo novelista inglés incluido entre la generación de los "jóvenes airados" (Greene, Sillitoe, Kinsley Amis, Harold Pinter), hoy relativamente olvidado (El Coleccionista, El Mago, La mujer del teniente francés...Sí, antes que pelis, no malas, fueron mejores novelas) comparte con Nabokov el interés por los lepidópteros, pero Fowles, que ha escrito algunos ensayos sobre la relación del hombre con la naturaleza, declara precisamente que prácticamente sólo una infancia cruenta de niño expoliador de nidos y asesino de pequeñas bestezuelas garantiza un adulto interesado por el campo y la vida natural: "no hay nada que pueda hacer a un adulto amar más la naturaleza que haber pasado por la experiencia juvenil de robar nidos, cazar y destruir". Y en otro sitio: "el breve instante en que la belleza de una orquídea silvestre despierta en el ser humano un profundo sentimiento de amor y compasión que reconcilia al 'mundo' con el 'yo' y, al hacerlo, da sentido a la vida.". Fowles ha intentado, a menudo con éxito, transmitir precisamente ese momento de evanescente iluminación interior. Yo, por mi parte, opino que en el niño la curiosidad es casi siempre cruenta (aunque sea con sus juguetes o destripando al oso de peluche) y que el adulto que sabe conservar dentro de sí a aquel niño, mantiene su curiosidad intacta pero elimina, lógicamente, su vesania.
Los lugares más favorables, para niños curiosos y naturalistas avezados, son lo que los ecólogos llaman "ecotonos", las fronteras entre ambientes diferenciados, como las riberas de ríos o los charcos mareales en la costa, pero también los solares urbanos sin construir donde prospera esa naturaleza cimarrona, al margen de la institucional ciudadana de parques y jardines, fascinante y canalla. Sólo los consumistas alocados piensan que para ser naturalista hay que viajar a Borneo; esos tipejos que van por el mundo pensando que el burka afgano es un traje regional y los cocodrilos se pasan el día llorando. Por el contrario, cuando te conviertes en naturalista es porque has conseguido preservar ese primer asombro y con él "la mirada", la capacidad de ver. Cuando un niño (esto no lo saben los monitores medioambientales) juega amontonando guijarros y pone un dique de arena en su pocillo con agua de la marea está aprendiendo geomorfología; y cuando "ve" reptar a un caracol no sólo es un zoólogo, sino un astrónomo, un filósofo natural (como Kepler), un panteísta permanentemente reverente de las maravillas de este mundo. Es así.
(La 2ª parte de La Forja está publicada al día siguiente -4 de febrero pasado- y lo tituló: Aristócratas, naturalistas y "snobs" MUY BUENO...en mi opinión. Paquita)
No hay comentarios:
Publicar un comentario