abril 07, 2024

El Salto. La tierra que no amaba sus ríos, de PABLO RIVAS

 Pablo Rivas  Coordinador de Clima y Medio Ambiente en El Salto. 27 MAR 2024 

Los ríos ibéricos agonizan. Casi la mitad de las masas de agua, tanto superficiales como subterráneas, está en mal estado. Presas, sobreexplotación, contaminación y crisis climática son sus principales amenazas, con la agroindustria como mayor agresora. El panorama, sin embargo, comienza a cambiar: los avances en el control de vertidos o el derribo de barreras, entre otras actuaciones, han devuelto la salud a algunos cursos.

La tierra que no amaba sus ríos



En un planeta no muy lejano, hace apenas unas décadas, en las mismas tierras que pisamos, las aguas que surcaban esta península eran muy diferentes. En el Tiétar previo a la llegada de fertilizantes nitrogenados y fosforados, hoy omnipresentes en ríos y acuíferos, hombres sobre barcas pescaron durante siglos peces que les otorgaban proteínas y un omega 3 anterior a los envases de yogurt de Ecoembes. Las anguilas, como multitud de seres fluviales hoy desaparecidos —o a punto de hacerlo—, poblaban copiosamente los ríos de este territorio y los salmones volvían a desovar cauce arriba desde el Atlántico sin que gigantes de hormigón en concesión a Iberdrola les cerrasen el paso. En tierras castellanomanchegas, como otros tantos cientos de ríos ibéricos, el Saona y el Azuer previos a la proliferación de los regadíos y pozos —legales e ilegales— y a la sobreexplotación del acuífero 23, aún manaban, como lo hacían regularmente los Ojos del Guadiana o las fuentes del parque nacional más triste del mundo: Daimiel. Ese inmenso mar bajo La Mancha con nombre numérico estaba decenas de metros más alto y sus aguas, fuente de cientos de cursos, no contaban con los pesticidas, el fósforo, y los nitratos que ahora no llegan solo de la agricultura intensiva, también de los purines de las macrogranjas que crían a taciturnos cerdos que acabarán en platos de China.

Era un mundo donde grandes ríos como el Duero no eran una sucesión de presas y pantanos de aguas verdosas y opacas, sino ríos vivos. Un planeta previo a la construcción de los embalses de cabecera del Tajo, Entrepeñas y Buendía, base de una gigantesca tubería llamada trasvase Tajo-Segura, que ha transformado el Campo de Cartagena de un histórico secano a un industrial regadío para desgracia del Mar Menor. Pero ni todo está perdido ni se puede decir que nada se ha hecho contra esta desolación acuática.

José Luis Sampedro describe el alto Tajo de los años 40 como “un río bravo que se ha labrado a la fuerza un desfiladero en la roca viva de la alta meseta”. Habla de “la rabia de sus aguas y su espumajeo constante” y dice de él que prefiere “la soledad entre sus tremendos murallones, aislado de la altiplanicie cultivada y de sus gentes, para que nadie venga a dominarle con puentes o presas, con utilidades o aprovechamientos”. En honor a la verdad, las presas acabaron con el oficio de los gancheros que el escritor narra en El río que nos lleva (Aguilar, 1961), aquellos que llevaban las maderadas de pinos desde las despobladas tierras altas de los Montes Universales hasta Aranjuez. Pero el curso alto sigue siendo similar al que vieron aquellas gentes que comandaban troncos con la pericia de sus ganchos río abajo.

Ramón J. Soria lo conoce bien. “Si vas por encima de Ocentejo (Guadalajara), o a Peralejos de las Truchas, alucinas. Incluso en agosto es un río de agua transparente, limpia; un río calizo donde parece que no hay sequía, con un bosque de ribera saludable”. Su amor por los caudales le ha llevado a escribir España no es país para ríos (Alianza, 2023), 350 páginas en las que escoge 40 de los 35.000 cursos de agua de la Península para denunciar lo que les hemos hecho a casi todos. Cada capítulo tiene un epígrafe: sangrado, intoxicado, desaparecido, robado, empiscinado, humillado, bebido. Aunque no todo es pesimismo, también hay: renaturalizado, esmeraldado, resucitado.

El alto Tajo, hoy parque natural, sigue siendo lo que fue principalmente porque la humanidad escasea por allí. Los ríos más sanos están en los cursos altos, “donde no hay agricultura, no hay pueblos y nadie roba el agua”, cuenta Soria. Más abajo, donde habitamos, el panorama es bastante más triste tras décadas de industrialización y “revolución verde” agroindustrial. Un cóctel en el que se mezclan la sobreexplotación de acuíferos; la contaminación agraria, urbana e industrial; el encapsulamiento en forma de presas, azudes o piscinas; la pérdida de biodiversidad y, como última invitada, la crisis climática. No en vano, Julia Martínez, directora técnica de la Fundación Nueva Cultura del Agua (FNCA), lamenta que “la mitad de las masas de agua no está en buen estado”.

La propia documentación utilizada por las confederaciones hidrográficas para elaborar los planes hidrológicos de tercer ciclo (2022-2027) indica que el 44% de las masas de agua subterráneas está en situación de gravedad, con un tercio con problemas químicos —esto es, no aptos para los humanos y, por extensión, para la práctica totalidad del reino animal, con mención especial a los nitratos de la agroindustria— y un 27% tan sobreexplotado que se extrae más agua de la que es capaz de reponer el ciclo natural. La cifra es conocida, pero no por ello es menos impactante cuando la recuerda esta doctora en Biología: “El regadío se bebe 85 de cada 100 litros de agua en España”. La Estrategia Nacional para la Restauración de Ríos, aprobada en julio de 2023, califica al 46% de las “masas de agua con categoría río” con el curioso epígrafe de “por debajo del buen estado o potencial” o “peor que bueno”, el más bajo de la escala que utiliza.

Ante semejante panorama y con la práctica totalidad de los cursos y arroyos que nos circundan en un estado visiblemente triste —cuando no literalmente secos, muertos—, hay quien dice que les hemos dado la espalda. “Olvido social”, lo llama Soria. “De los ríos solo nos acordamos cuando hay sequía o cuando hay inundaciones, pero nada más”. La tesis que inunda su libro es que antes éramos “ribereños” y ahora somos “consumidores de agua”. Y por ribereño entiende humanos que convivían con ríos que necesitaban: les proporcionaban pescado, energía para molinos, agua para huertas. En ellos se lavaban prendas y se veraneaba. Todo en una escala mucho más soportable para los ecosistemas.

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