enero 13, 2013

El fútbol es lo que parece, Miquel Porta Perales

13 de enero de 2012 http://cultura-y-disidencia.blogspot.com.es/2012/01/el-futbol-es-lo-que-parece.html, en el blog Cultura y Disidencia
 
En mayor o menor medida, el deporte siempre ha llamado la atención de filósofos, sociólogos y psicólogos. Por ceñirnos a la época contemporánea, la filosofía alemana de la primera mitad del siglo XX quizá fue la primera en percibir la importancia que el deporte iba cobrando día a día. Si Max Scheler llamaba la atención sobre «ese poderoso fenómeno supranacional de la época actual que ha crecido inconmensurablemente en magnitud y aprecio», Norbert Elias preguntaba cómo «explicar que un entretenimiento inglés denominado sport pudiera servir como modelo del ocio a escala mundial». Por su parte, Theodor Adorno y Jürgen Habermas relacionaban la práctica del deporte con la aparición del tiempo libre en una sociedad capitalista que necesitaba ocupar el ocio de los trabajadores. Para la psicología y la etología austriacas, el deporte reprimía y desviaba la actividad sexual de la juventud (Sigmund Freud) o sublimaba los instintos agresivos del ser humano (Konrad Lorenz). Finalmente, José Ortega y Gasset avanzaba que la existencia del hombre-masa giraría en torno al deporte.

Tan prometedoras intenciones -el llamar la atención de unos y otros pensadores sobre el deporte- se tradujeron en dos maneras de entender el hecho deportivo: la higienista y la disciplinaria. La hipótesis higienista -auspiciada por Pierre de Coubertin y, en cierta manera, por un José Ortega y Gasset que probablemente encuentra su inspiración en Aristóteles- concibe el deporte como cultivo y mejora del cuerpo, como un ejercicio de superación individual y moral, como la búsqueda de la convivencia entre los hombres, los pueblos y las culturas. La versión higienista radical sostiene que el deporte puede ser un buen instrumento en la consecución de la paz y la fraternidad universales. La hipótesis higienista -el deporte como resumen y compendio de virtudes sin límite, el deporte como ética del ganador y el perdedor- tiene su reverso en la hipótesis disciplinaria. Para dicha hipótesis -un poco de teoría crítica a la manera de Theodor Adorno, una buena dosis de la teoría marxista del aparato ideológico de Estado, unas gotas de psicología freudiana-, el deporte disciplina la sociedad gracias a determinados valores que le son inherentes: el trabajo, el esfuerzo, la superación, la competencia, la producción, el objetivo, la organización, la disciplina, la sumisión, el triunfo, el éxito. Unos valores que, precisamente, son los que necesita el orden capitalista establecido para consolidarse. Hay, incluso, quien ha visto en el fútbol -el portero, el defensa, el centrocampista y el delantero- el resumen y compendio de estos valores. La versión disciplinaria radical afirma que el deporte responde a las necesidades de una civilización técnica y totalitaria que precisa embrutecer al ciudadano. Y afirma también, a la manera de Marx, que el deporte es una suerte de diazepam ideológico que aliena a los ciudadanos disimulando y escondiendo los problemas reales y proponiendo satisfacciones ilusorias.

Llegados a este punto, resulta ineludible formular la pregunta: ¿qué hipótesis -la higienista o la disciplinaria- cabe contemplar como plausible? Ni la una, ni la otra. El deporte del siglo XXI, por decirlo a la manera de Karl Popper, está falsando las conjeturas de unos y otros (sin descartar que algo pueda quedar de unos y otros). Y es que el deporte no es lo que dicen unos intérpretes ideológicamente sesgados, sino que es lo que parece. Lo que se observa. Tomemos el fútbol como ejemplo. Como paradigma. Más allá del rectángulo de juego, el fútbol es lo que parece. Es decir, la prueba de un mundo globalizado en que las mercancías traspasan fronteras, un negocio que busca dividendos, la expresión y afirmación de una identidad colectiva, una terapia para superar determinados conflictos.

El fútbol es la prueba de un mundo globalizado, porque él mismo se ha convertido en una mercancía que, con la impagable ayuda de la televisión -¿un caso de teleadicción?-, está colonizando el mundo entero. Y no es exagerado hablar de colonialismo si tenemos en cuenta que la FIFA mantiene una relación casi colonial con las federaciones del Tercer Mundo y que los países del Norte importan jugadores del Sur y exportan giras de clubes, futbolistas en declive, entrenadores, tácticas y gadgets diversos muchos de ellos fabricados, por cierto, en el Sur. El fútbol es un negocio que busca dividendos al gestionarse empresarialmente, negociar y renegociar contratos al alza o a la baja según sea la coyuntura, realizar fichajes estrella con la intención de obtener réditos deportivos y extradeportivos, endeudarse, cotizar en bolsa, vender derechos televisivos, convertir el estadio en una suerte de parque temático para rentabilizarlo más y mejor, patrocinar buenas causas, usar y abusar del merchandising, explorar nuevos mercados para la exportación. El fútbol es la expresión y afirmación de una identidad colectiva que se manifiesta exaltando lo propio en el estadio, consagrando las selecciones y los héroes nacionales. Por cierto, en este combate entre naciones -los comportamientos colectivos multiplican las desmesuras individuales- ha habido más de una denominada «guerra del fútbol». Sin por ello rizar el rizo, la identidad de un pueblo puede percibirse también a la contra del fútbol. En los Estados Unidos, por ejemplo. ¿Por qué -a pesar de las campañas impulsoras- el fútbol no cuaja en los Estados Unidos? Porque allí el fútbol se considera un deporte de emigrados, porque el norteamericano echa en falta en el fútbol cosas como la espectacularidad del placaje o el touchdown, porque en el fútbol pasan pocas cosas durante largos períodos de tiempo y hay demasiados empates. Tan es así, que una de las formas de integración de los emigrantes en la nación estadounidense pasa por la adopción de deportes nacionales como el béisbol o el fútbol americano. Prosigamos. El fútbol es una terapia -bálsamo o placebo- que permite apaciguar determinadas frustraciones individuales y sociales -con sus correspondientes pulsiones agresivas cuando existen- por medio de una serie de comportamientos afirmativos como gritos, insultos, cánticos y desfiles que exaltan lo propio y denostan lo ajeno. La versión patológica de este comportamiento lo ejemplifica un vandalismo metropolitano -autista, sin contenido ni justificación- que expresa las tendencias nihilistas y autodestructivas del ser humano así como el afán de notoriedad de quien sólo existe en la medida que destruye.

Se ha dicho que el fútbol -el deporte, si se prefiere- es una metáfora de nuestro tiempo. Sea. Y, al parecer, hay mucha gente que no puede vivir sin él. Lo escribió hace un tiempo el novelista Luis Landero: «Acaba la Liga y las tardes del domingo adquieren la misma desolación existencial que tuvieron en nuestra adolescencia, cuando todavía no habíamos descubierto los carruseles de la radio, con griterío de conexiones urgentes entre anuncios de brandis i de cacaos, y uno se dedicaba a navegar a la deriva por el barrio». El fútbol -el deporte- moviliza gente, energías, emociones, dinero y papel. Y no es una casualidad que la FIFA reúna en su seno a más países que la ONU. Bill Shankly, manager del Liverpool, quizá tuviera razón cuando dijo que «el fútbol no es asunto de vida o muerte... ¡es mucho más importante que eso!». El fútbol es lo que parece. La vida en directo. Para bien y para mal.