Salía al exterior, a lo que entendemos por vida normal. Comencé a enterarme de las distorsiones en las pequeñas cosas; cuando iba a coger una copa no distinguía entre las pequeñas, de vino, y las grandes, para el agua, hasta que no la tenía en la mano. Intentar alcanzar una rama cercana, de cualquier árbol, era tarea fallida; siempre estaba más allá.
Empecé a comprenderlo, nadie me lo había mencionado. Sí veía, más bien, no veía por el ojo izquierdo. Ello limitaba mi visión, en término espaciales, como unos 45º. Todo lo que hubiera detrás de mi nariz, no estaba para mí. Esto más o menos es razonable y lo asumes como carencia lógica. Para lo que no estaba preparada, víctima de mi propia ignorancia, era para la falta de fondo. La tercera dimensión había desaparecido, junto con mi ojo. El cerebro, habituado a disponer de ella, te engaña. Debe reajustar sus impresiones, grabando otras nuevas. Algo similar a lo de volver a empezar a aprender, reaprender. Con el tiempo te habitúas a echar mano de estragias que suplan algunas de las carencias, las solubles; como es, no verter líquido alguno sin antes haber sujetado con la otra mano el recipiente receptor. Una manera de marcar la distancia, después de haber vertido, en muchas ocasiones, vino o agua en la mesa, en lugar de en la copa.
Otro frente a resolver fue la conducción. Durante dos meses no cogí vehículo alguno. Pero debía intentarlo o la aprehensión haría tanta mella en mí como para abandonarlo definitivamente y, eso, yo no lo quería. Comprobé que conducirme con el coche era hasta más fácil que ir andando ¿Por qué? Los espejos retrovisores. Nos dan una información eficaz sobre lo que nos viene por detrás, algo que echas a faltar en las andaduras urbanas o campestres. De los que te pasan por la izda. no te enteras hasta que ya lo han hecho. Ello supone que, si ellos no están alerta, al moverme yo hacia ese lado, lo encuentro invadido, puntualmente, por ese otro sujeto. Pequeñas cosas, éstas, sin demasiada importancia.
Otro asunto es aparcar. Ahí sólo puedo resolverlo con mucho tiento, porque me es de imposible cálculo, a día de hoy, las pequeñas distancias. Solución: buscar espacios grandes.
Andar... , por la ciudad, requería que fijara mi atención en el suelo siempre que hubiera bordillos o escalones. Aún hoy, sigo trastabillando con los jodidos/dichosos bordillos.
En la montaña era algo más "esforzado". Inicialmente, aún con bastón, el suelo estaba siempre más abajo de lo que pensaba -en bajada-. En las subidas no había problema, el objetivo estaba más cerca.
¿Noto limitaciones a día de hoy? Sí, me he cortado las alas. Me encantaba andar por los riscos, ahora solo lo hago en caso de necesidad, pero no por simple placer.
PAQUITA
3 comentarios:
Lo describes muy bien: lo que ve es el cerebro no el ojo; hay que aprender del nuevo. Esto pasa con muchas otras pérdidas.
Yo llevo toda la vida viviendo así, soy estrábica, aunq operada con mis ojos dirigiendo las pupilas hacia más oi menos el mismo punto. Sin embargo, me pasa al contrario q a ti, mi cerebro nunca ha desarrollado la visión estereoscópica, con lo q esas estrategias, del vaso, del relieve incierto me las conozco y las reconozco. Te habitúas, te lo aseguro. E igual q en na foto (2D) sabes dsitinguir lo q está delante y lo q está detrás, en la vida tb lo aprendes. Y te sirves de las sombras, de los sonidos y de cosas inapreciables para moverte sin demasiadas moraduras por el mundo.
Gracias, Amparo y Edurne, por atreveros a intervenir en un tema, en principio, doloroso. Porque lo fue, necesité de al menos dos años para hablar de ello con humor y más de tres para escribirlo.
Abrazos: PAQUITA
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