abril 29, 2016

Va por Javier Nix Calderón

He pasado un año de infierno, enterrado entre apuntes de la 'lingua franca' de nuestro tiempo, el inglés, luchando para obtener un título que me acredite como profesor bilingüe en la educación pública. Un año enterrado entre libros de historia de España e historia del arte para preparar a mis alumnos para superar una prueba tan injusta como inútil, la de acceso a la universidad, que les clasificará como aptos o no aptos para estudiar aquello que desean. Un año de noches de insomnio, de jornadas maratonianas, dejándome la lengua para pronunciar correctamente 'heart' o 'blood' y ser así merecedor de la tan mitificada gloria del bilingüismo.
Lo he conseguido. He aprobado el Advanced de Cambridge y con nota, y el año que viene engrosaré la nomina de profesores que imparten geografía e historia en inglés en la educación secundaria. Formaré parte de un sistema en el que no creo, al que detesto tal y como está planteado, porque su razón de ser última es clasificar entre alumnos buenos y malos, válidos y menos válidos. No creo en esta forma de educar exclusiva. La educación es inclusión, convivencia, unión de lo diferente, un espacio en el que nuestra individualidad se abre a otras y el 'yo' aislado se convierte en un poderoso nosotros. ¿Por qué lo he hecho entonces? Porque es la única manera de asegurarse una cierta estabilidad en esta profesión. Porque amo lo que hago, porque me siento feliz cuando puedo explicar qué movió a 10 millones de personas a inmolarse en el altar del nacionalismo y cómo es posible evitar que el hombre siga siendo un lobo para el hombre. Porque aprendería esperanto si es preciso para seguir en contacto con los alumnos, los únicos capaces de transformar el futuro. Hablaría cualquier lengua con tal de hablar de como es nuestro mundo y nuestro pasado y tratar de buscar con ellos las claves para cambiar nuestra realidad.
Lo único que me ofrece este título es la posibilidad de enterrarme más profundo en mi trinchera. Ya nadie podrá sacarme de ella. Voy a construir una barricada con pupitres, sillas y pizarras, y arrojaremos tizas juntos, los chicos y yo, hasta que nuestro trocito de mundo se ilumine. Esa es mi única misión.
Sin mis padres, que tanto apoyo me han dado siempre, nada de esto habría sido posible. Va por ellos.
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