http://blogs.publico.es/tomar-partido/2014/11/06/acabar-con-la-gangsterizacion-de-la-politica/ 6 nov. 2014
Hace unos meses, sentados frente a frente en comparecencia parlamentaria, David Fernández y Rodrigo Rato se enfrentaban en un duelo dialéctico simbolizando toda una época histórica, en la que nunca un zapato había representado tanto la dignidad de un pueblo saqueado. El diputado de las CUP le espetó un inolvidable “gangster” a quien dirigió la economía española, el FMI y llevó al hundimiento a Bankia mientras llenaba sus bolsillos mediante las “tarjeta black” y ahora se encuentra a las puertas de la cárcel. Rato ha sido uno de los exponentes máximos del modelo de subdesarrollo de la economía española. Fiel seguidor de las tesis neoliberales su “legado” político es terrible: desregulaciones, privatizaciones, saqueo de dinero público… Todo al servicio propio y de los suyos. De su “familia”: la Mafia. Y es que la corrupción es, sobre todo, el robo por parte de unos pocos de lo que es de todos. Por eso la corrupción forma parte intrínseca de un sistema de clase basado en la exclusión, el expolio y la explotación.
La corrupción, como forma de gobierno y de gestión, es la consecuencia inevitable de un sistema capitalista que tiene grabado a fuego el lema de la mafia de Chicago: “Más, queremos más. Mucho más”. Esta lógica infernal y sin final es la que nos está conduciendo al abismo social, económico y, sobre todo, ecológico. Pero la corrupción no es sólo uno de los reversos tenebrosos del capitalismo. Las prácticas corruptas también están vinculadas, en mayor o menor medida, con el tipo de “cultura política y ética” que se desarrolla en cada contexto específico. Una más que recomendable película satírica mejicana – “La ley de Herodes”- narrara cómo la corrupción se convirtió en todo un modo de gobierno durante los más de 70 años del PRI en el poder. En aquel contexto se extendió un dicho popular “¡El que no transa no avanza!” que encarnaba esa forma corrompida de entender y hacer política que choca directamente con el interés de la mayoría y que establece, en última instancia, una cultura que desvaloriza lo común en pro del beneficio individual a cualquier precio. De hecho, nuestra propia historia nos ofrece una buena dosis de pistas para seguir el rastro de la vinculación entre política y corrupción. El hilo histórico que une al PP (y a la mayoría de las élites párasitas de nuestra sociedad) con el franquismo está conectado también por una particular concepción de la política. La conocida frase de aquel General acomplejado que decía aquello de “haga como yo, no se meta en política” ha encontrado su correlato perfecto en esa máxima manejada por algunos dirigentes del PP (“estoy aquí para forrarme”, Zaplana dixit). La política como espacio de negocio, de privilegio. La política como pura afirmación de lo existente y como negación de lo posible. La política, en última instancia, como escaparate de las desigualdades y como trampolín perfecto para el saqueo. Pero ha sido esta misma idea de la política la que nos ha conducido a la actual situación: la de un país que ya no se aguanta su mirada en el espejo. De una ciudadanía abochornada y humillada ante tanto escándalo de corrupción. De un Régimen que languidece ante el espanto de unos pocos y la algarabía de los más.
Pero para enterrar definitivamente este régimen de corrupción generalizada no podemos confiar todo a un nuevo marco jurídico-político o a unos nuevos dispositivos legales que nos protejan frente a corruptos y corruptores. Esos mecanismos, siendo necesarios y urgentes, son insuficientes. Para superar el esquema de robo que subyace a la corrupción es imprescindible también promocionar y construir una nueva cultura política estrechamente ligada a una ética colectiva. Una ética que debe ser, irremediablemente política. Porque como decía el gran maestro marxista Manuel Sacristán, “la política sin ética es politiquería; y la ética sin política es narcisismo”. Esta nueva cultura del compromiso tiene, eso sí, todo un legado de experiencias en las que poder inspirarse. En los últimos años los movimientos sociales han sido el lugar privilegiado de socialización política para decenas de miles de personas. Una socialización totalmente antagónica, en forma y valores, a la que las instituciones políticas, culturales y mediáticas del Régimen han tratado de imponernos durante décadas. Es, por tanto, en la referencia ética de esos movimientos (como espacios de solidaridad, de aprendizaje democrático y de construcción de otras formas de relación social al margen del utilitarismo) desde donde es posible pensar otras formas de gestión de lo común. El nuevo tiempo que está llegando es, sobre todo, el tiempo de la recuperación de la política. De la dignidad de una política que se afirma en la transparencia, el control ciudadano, los mecanismos democráticos. Una política que recupera su sentido transformador y se aleja, cada día que pasa, de la lógica infernal del beneficio privado, del negocio, de la opacidad y la falta de principios. Una política que, por tanto, debe ser expresión de una nueva “etica de lo colectivo”. Eso, no lo olvidemos, también será ganar.
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