25/8/2024 JUAN CARLOS MONEDERO
"Hay gente que quiere pasar a la historia y otros solo quieren fundirse en la geografía", dice el protagonista de Mi camino interior, una hermosa película de Denis Imbert, sostenida en la autobiografía del viajero Sylvan Tesson.
En esta joya (otro regalo de Filmin), naturaleza, camino y caminante se funden para curar todas las heridas (en verdad, solo las que se pueden curar). ¿El remedio? Un bálsamo envuelto en un mensaje profundo que reclama, para entenderse, bajar de la grandeza del pensamiento y recuperar nuestra insignificancia física, empequeñecidos bajo la grandeza de las montañas, los valles, los ríos y los mares. Pero para eso hay que transitar por los caminos oscuros (Sur les chemins noirs), que es el título original de la película, forzado, bien por huir de las connotaciones de una película de terror, bien con intenciones conductistas por quien prefirió reinventarlo para el público hispano.
En el viaje que realiza el protagonista, los recuerdos caminan como una carretera que se construye con cada pisada. La cultura occidental no ha dejado nunca de recrear la vida como un viaje, sea el del robo y la recuperación de lo robado en la Iliada, el del regreso al hogar en la Odisea, el de la búsqueda de la tierra prometida en el Antiguo Testamento, el del calvario en los Evangelios, el de Dante hacia el infierno conducido por Virgilio, el de la digna locura en El Quijote, el del mar redentor en Corto Maltés, el de la España negra en el via crucis madrileño de Luces de Bohemia... Siempre un viaje.
Paris viajando cegado de pasión a Esparta para raptar a Helena, esposa de Menelao; Ulises perdiendo la memoria, atándose al mástil, derrotando con astucia a Polifemo, viviendo como un puerco, todo para reencontrarse con Itaca y volver a abrazar a Penélope y Telémaco; Moisés conduciendo al pueblo judío huyendo de la esclavitud; María y José viajando a Belén huyendo de Herodes y Jesucristo implorando a Dios la noche de su crucifixión donde se dan cita el amor y la traición camino del monte Calvario; Dante viendo a los indiferentes camino de ningún lado en la puerta del infierno; Alonso Quijano abandonando su pueblo de cuyo nombre no quería acordarse, buscando enmendar un mundo que empezaba a torcerse en demasía; Corto Maltés, marino y aventurero, trazando en su mano con una navaja otra línea de la vida porque quiere seguir navegando y la suya le parece demasiado corta; Max Estrella compartiendo calabozo y llanto en Madrid con la España digna (presos, prostitutas, desobedientes) traicionada por la España indigna en una noche que caminaba hacia el frío.
Los viajeros, en su transitar, siempre sufren una metamorfosis. Por eso, aunque les encuentre al final la muerte -como ocurrirá invariablemente a cualquier mortal en el último viaje- ya son otros, más sabios, preparados para ese momento donde ya deberemos entender que nos marcharemos, pero se quedarán los pájaros cantando.
Sylvain Tesson, el escritor en el que se basa la película, es un aventurero conservador de una Francia cristiana y rural que ve desaparecer con impotencia. También un revolucionario ecologista que se opone a la marcha imparable del progreso empujado por el capitalismo. En esas contradicciones, se convierte en un espectador sin prisa que mide la vida con una consideración del tiempo donde deja de ser oro.
El paisaje imponente, que desafía el cuerpo de un viajero roto por un accidente que prometía condenarlo a la inmovilidad, está sembrado a su vez de señales que funcionan como cruces en el mapa del tesoro. Señales pequeñas que conducen al baúl con el oro, marcas que son ellas mismas el mapa dentro del mapa y también el mapa que coincide en tamaño con lo que describe. Un mapa borgiano que, lejos de ser inútil por coincidir con el tamaño de lo que describe, es una versión mejorada de lo real.
Y ahí aparece una iglesia al doblar la esquina, recortada entre el cielo inmenso y los tejados del pueblo apiñado implorante. Emergen los compañeros insospechados, amigos, familiares, desconocidos con los que no contabas y que no quieren luego separarse porque son la sal de la vida; hablan los habitantes rurales que no están en los mapas y hacen queso y vino y salchichón y lo ofrecen a los raros viajeros. Te acompaña, inesperado, alguien a quien en otras circunstancias ignorarías y que podría parecerte inoportuno si te hablara, y que es, en las circunstancias de la naturaleza, la persona que te salva porque te levanta, te habla y te regresa al suelo desde el mundo de las ideas poniéndote en pie. Siempre tan frágiles. O una estatua de piedra, gastada por los siglos y las miles de manos posadas como una forma de conectarse con lo que nunca se muere.
La película también es un homenaje a los mapas y una invitación a leerlos con los ojos entornados para encontrar los caminos ocultos. Una reflexión sin prisa en estas semanas de aglomeración veraniega, de mercantilización del sol y de comercialización absoluta del olvido. "Si uno no marcha con sus compañeros -dice el protagonista a otra persona que también anda de camino buscando algo que no sabe bien qué forma posee- es porque oye el sonido de otro tambor". Thoreau devolviéndonos, como una bofetada, la grandeza de la naturaleza que, a veces, solo somos capaces de recuperar desde el arte.
El viaje, cuando busca un destino, opera una metamorfosis. Pero las personas -el protagonista habla de las naciones- no son reptiles y, por tanto, "no saben de qué estará hecha su muda". Los viajes, como las guerras, se sabe cómo empiezan, pero no cómo terminan. Los mapas, como las Itacas, nos ponen en marcha. ¿Es posible creer en las promesas de los mapas? Hay muchos que hay que volver a dibujarlos. Para dibujarlos hay que pisarlos y soñarlos. Los mapas, como las utopías, son una invitación a ponernos en marcha.
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