Autor: Juan José Tamayo, teólogo
Desde el comienzo de la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), los jerarcas de la Iglesia católica han reiterado una serie de mensajes que reflejan una falta de sintonía con los nuevos climas culturales. Veámoslo en dos ejemplos.
En la homilía pronunciada por el cardenal Rouco Varela en la Plaza de Cibeles de Madrid durante la misa del 16 de agosto, que daba comienzo a la JMJ, defendió de manera exclusivista las raíces cristianas de España y, muy especialmente de Madrid. “¡España! –dijo-, cuya principal seña de identidad histórica, ¡de su cultura y modo de ser!, es la profesión de la fe cristiana de sus hijas e hijos en la Comunión de la Iglesia Católica. La personalidad histórica de España se forja con rasgos inconfundibles en torno a la visión cristiana del hombre (sic) y de la vida desde los albores mismos de su historia iniciada en gran medida con la primera andadura de la predicación apostólica en suelo español hace casi dos mil años”.
Y sobre Madrid: “Las raíces cristianas de esta ciudad, muy antiguas, bien identificadas al iniciarse el segundo milenio del cristianismo, siguen vivas y vigorosas influyendo en la configuración de su fisonomía social, cultural y humana, pero, sobre todo, de su alma: ¡el alma de sus hijos e hijas!”. Es en estas raíces donde encuentra el cardenal la prueba más fehaciente de la apertura y de la actitud de España y de Madrid.
Me parece un discurso apologético trasnochado y desconocedor de la historia de los pueblos de España. Sí, España tiene raíces cristianas. Es innegable. Pero, ¿qué raíces? La herencia cristiana no es la mejor ni la más ejemplar de las herencias recibidas, ni de la que podamos presumir, ya que se ha caracterizado por la Inquisición, por la persecución del otro, del diferente, del extranjero, por la intolerancia con los judíos, los musulmanes, los ilustrados, los protestantes, por la unidad católica impuesta políticamente y por el colonialismo en nombre de la fe católica.
No son estos psrecisamente comportamientos de los que podamos estar orgullosos, sino, más bien, de los que arrepentirnos y pedir perdón públicamente. El “¡Santiago y cierra España!” no demuestra, precisamente, acogida, hospitalidad y tolerancia, sino todo lo contrario. La modernidad en España se ha construido con la oposición de la Iglesia Católica, al menos de buena parte de la jerarquía y de los movimientos integristas inspirados en los “principios cristianos”.
El catolicismo fue una religión impuesta en alianza entre el poder político y el religioso por intereses de ambos. La España cristiana se forjó a costa de la exclusión de otras culturas, traiciones religiosas, lenguas, etc. España tiene otras raíces culturales y religiosas. ¿Pueden olvidarse, sin caer en la amnesia colectiva, los ocho siglos –nueve, si contamos hasta la expulsión de los moriscos- ininterrumpidos de presencia del islam en España y sus aportaciones en todos los campos del saber y del quehacer humano: ciencia, filosofía, teología, derecho, arte, etc.? ¿Qué decir de la aportaciones del judaísmo y de la herencia filosófica de Maimónides? ¿Cómo desconocer las aportaciones del protestantismo a la traducción al castellano y al conocimiento de la Biblia, cuya lectura estuvo prohibida durante siglos?
Con su referencia exclusiva a las raíces cristianas de España y su olvido de otras raíces, el cardenal Rouco Varela ha hecho un flaco servicio al cristianismo. Mejor que hubiera recordado otras raíces culturales y religiosas, desde donde construir una sociedad en convivencia intercultural, interreligiosa, interétnica, interlingüística, en la que las diferencias no desemboquen en desigualdad ni en conflictos, sino en riqueza..
A pesar de su insistencia en reconciliar la fe y la razón, en el discurso pronunciado en la Plaza de Cibeles el 18 de agosto Benedicto XVI volvió a abrir una sima profunda entre la fe y la libertad, Dios y la libertad. “Hay muchos –afirmó- que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces y cimientos que ellos mismos. Desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias”. Son tentaciones que “en realidad, conducen a algo tan evanescente como una existencia sin horizontes, una libertad sin Dios”. Son afirmaciones que niegan la autonomía de la conciencia y de la libertad, una de las conquistas irrenunciables de la modernidad.
¿Cómo pueden hacerse estas aseveraciones de manera tan impune desde el punto de vista intelectual, tras el giro antropológico de la modernidad y la razonada crítica moderna de la religión, que el papa conoce bien y que en algunas ocasiones ha podido compartir?
Benedicto XVI vuelve a enfrentar de nuevo, como en los tiempos del más inmisericorde antimodernismo católico, al ser humano con Dios, a la conciencia con la ley divina, a la libertad con la fe en Dios. Lo seres humanos somos libres, con Dios y sin él, y nos guiamos por nuestra conciencia, santuario último de la toma de decisiones. Es lo que tenemos en común creyentes de los diferentes credos y no creyentes de . las más plurales ideologías.
Me parece que mensajes como los del cardenal Rouco Varela y de Benedicto XVI en un acontecimiento tan significativo como el de la JMJ, lejos de facilitar el diálogo con la modernidad y la convivencia plural, rompen los puentes de comunicación con los nuevos climas culturales, dificultan el diálogo intercultural e interreligioso en España y pueden fomentar actitudes fundamentalistas.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología Y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Juan Pablo II y Benedicto XVI (Ediciones RBA, Barcelona, 2011)
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