febrero 09, 2017

La Red es un bosque, de Antonio Rodríguez de las Heras

AR DelasHeras
En el artículo de este fin de semana (9-10 Julio 2016) “La Red es un bosque”, he escrito una historia con unas claves que os puede gustar interpretar. Un juego de lectura aprovechando que el tiempo de verano se vive de otra manera, se remansa y no nos arrastra con la agitación que llamamos actividad.

Hay que imaginar lo que no se ve. Exclamamos “¡ya lo veo!” cuando al fin comprendemos aquello que se nos resistía. La Red está tan próxima y a la vez es tan envolvente que no la vemos. Quizá si la imaginamos como un bosque podríamos comprender algunas de las cosas que nos está sucediendo con ella. 

Antonio Rodríguez de las Heras

Catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y director del Instituto de Cultura y Tecnología


Han pasado los años y la historia de su comienzo no es precisa. Parece ser que la ciudad, amenazada por otra poderosa gran ciudad, atendió la propuesta de sus ingenieros militares de realizar una segunda protección exterior a sus murallas. Consistiría en transformar la llanura circundante en un bosque. Una magna obra que exigió remoción de tierras, desvío de aguas, plantaciones… La idea era que un bosque impediría organizarse en formación de ataque al enemigo, que saldría de su espesura, y ya al alcance de las armas de los defensores, sin agruparse ordenadamente.
Los ciudadanos comenzaron a disfrutar de los recursos de caza, de frutos y de leña que proporcionaba tal frondosidad
Antes de que el bosque fuera una realidad y cambiara el paisaje, la ciudad enemiga se desplomó por sorpresa y quedó en ruinas. Dicen que por causa del gigantismo de sus muros, los cuales, siguiendo viejas fórmulas defensivas, insistían sin imaginación en crecer atrevidamente al borde de las empinadas laderas del promontorio en que se alzaba la ciudad.
La segunda sorpresa fue que el bosque se desarrolló con una rapidez y exuberancia asombrosas para el plan previsto por sus artífices. Así que los ciudadanos comenzaron a disfrutar de los recursos de caza, de frutos y de leña que proporcionaba tal frondosidad. Además de que sus sombras, olores y frescor, frente a las estrecheces, malos olores y otras incomodidades de la ciudad abigarrada, atraían a los habitantes, que buscaban en las lindes su esparcimiento.
El bosque era fuente de riqueza para ricos que lo explotaban con sus cuadrillas, y para humildes que recogían leña y frutos caídos, y desahogo y entretenimiento para una población que salía así del hervidero de la ciudad intramuros.
El bosque se había vuelto perturbador para los poderes
Pero pronto comenzó a inquietar la presencia del bosque a quienes lo divisaban desde los balcones del palacio o de la torre del templo, a quienes oían su permanente murmullo desde las galerías de la academia y a quienes lo presentían entre los afanes y algarabía del zoco. Ya no había la amenaza de huestes enemigas extranjeras sitiando la ciudad y derribando sus muros. Pero el bosque era ahora el sitiador y en su espesura empezaba a albergar la amenaza.
El bosque era ahora el sitiador y en su espesura empezaba a albergar la amenaza
Los poderes sabían controlar la vida de la ciudad intramuros, la que se enredaba en los laberintos de sus callejas, la que se esparcía por sus plazas y la que se acurrucaba en sus casas. Tenían armamento y milicia para sus almenas y para disparar desde allí a un enemigo, que ya no existía, plantado en una llanura despejada, que tampoco existía. Pero el bosque, cada vez más próximo, profundo e impenetrable, se había vuelto perturbador para los poderes.
Era una amenaza difusa pero incómoda para el orden establecido en el interior de la ciudad y bien ceñido por sus murallas. Por eso los poderes comenzaron a actuar queriendo convencer a la población de que el bosque era inseguro, de que era mejor quedarse en sus lindes y volver a la ciudad antes del anochecer, y si había que penetrar en su interior se recomendaba hacerlo por las veredas trazadas y protegidas por la guardia. Y de que bandas de malhechores tenían en el bosque un cobijo que ni la llanura de antes ni el interior de la ciudad podían proporcionar. Historias de niños perdidos y doncellas raptadas corrían por la ciudad.
La población recibió con alivio esta protección y aceptó la vigilancia de sus vidas ya que también desde las torres controlaban sus calles y los patios interiores de sus casas
No hizo falta insistir mucho en la difusión de estos temores desde el balcón regio, el púlpito o la cátedra, porque parte de la población fue receptiva y los avivó. Y es que siempre y para toda circunstancia hay gente más impresionable. Además, los mayores recordaban y, no todos, añoraban los espacios dilatados de antes, con sus largos y bellos atardeceres en la lejana línea del horizonte, inspiración para sus poetas (aún no habían llegado los poetas del bosque). Por otro lado, se movían con torpeza, subían con dificultad a los árboles y se desorientaban en un bosque que veían como un laberinto. Los jóvenes, por el contrario, rampaban por los árboles y permanecían sentados en sus ramas entrecruzando trinos de risas y chanzas y no en el escalón de la puerta de sus casas como lo habían hecho sus padres. Otra forma de vivir estaba emergiendo, y la ciudad se resistía.
Los poderes, siempre protectores, construyeron altísimas torres vigía y dijeron que desde sus alturas veían todos los movimientos del bosque. Así que la población recibió con alivio esta protección y aceptó la vigilancia de sus vidas ya que también desde las torres controlaban sus calles y los patios interiores de sus casas. Las sombras de la umbría del bosque se veían como amenazadoras y las que proyectaban las torres, como protectoras. Pero en realidad, aunque los poderes se lo callaban, desde las espigadas atalayas el bosque seguía siendo igual de impenetrable, no había forma de escudriñarlo.
Los `cósimos´
Comenzaron a llamarse los cósimos por la leyenda de tiempos inmemoriales del barón Cosimo Piovasco de Rondò atribuida al mítico vate Ítalo. Cosimo fue un rebelde ante el orden establecido, empezando por el familiar, que un día, con 12 años, trepó a un acebo del jardín y desde ese momento vivió desafiante en los árboles de la región hasta su muerte a los 65. Los cósimos también eran rebeldes, que sigilosamente dejaban la ciudad, y que rechazaban las arengas desde el balcón del Palacio, los sermones desde el púlpito del Templo, los discursos de la Academia y la pedantería, las soflamas del mercader en el Zoco, las concentraciones en las plazas, las reuniones en las salas, los desfiles por las calles… el orden de la ciudad, y comenzaron a vivir en comunidades en el bosque.Comunidades muy dispares en tamaño y pretensiones. Cada una de ellas era un ensayo de vida. Porque el bosque empezaba a tener vida inteligente.
A cualquier hora, bajo la luz cenital del mediodía o la lunar de medianoche, desde las almenas de las murallas, con el bosque tan próximo y vivo, la impresión conturbadora era que te observaban y tú no veías más que árboles y sus sombras. Mientras los poderes y sus más inquietos ciudadanos defensores del orden de siempre se preguntaban cómo terminaría manifestándose el fin de su ciudad.
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OTRO ASUNTO. Hoy en Perroflautas del Mundo:
¿Por qué se suicidan los partidos?, de Fernando Broncano


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