19/4/2025
Estimada gente:
No voy a ver Adolescencia, de la misma forma que me resistí a ver Querer. Dicho esto, y con tal contundencia, supongo que les debo una explicación (y como corresponsal suyo que soy, se la voy a dar). No es por el esnobismo tardoinfantil o alergia preadolescente a los bestsellers, o lo que fuese, que me convirtió en el único de la clase que no veía Raíces u Holocausto. Tampoco –creo– porque tenga el síndrome del avestruz, que piense que la realidad se desvanece si no la miro. Tampoco porque crea que no merecen la pena como series o incluso como meras piezas de consumo televisivo. Ni me atrevería a aconsejarles que no viesen esas dos muestras de ese arte de nuestros días, la narrativa audiovisual seriada. Al revés, me atrevo a asegurar que ambas son ejemplares en muchos aspectos. Pero creo que no me convienen. A mí, particularmente.
Si me permiten la confesión –al cabo, esta es una carta personal, de ámbito restringido a unos destinatarios concretos y cómplices– atravieso una etapa vital en la que estoy particularmente sensible a las emociones. O, por verlo de otra forma, creo que el mundo está generando emociones por encima de mi capacidad para asumirlas. Miren que soy amigo declarado de los adjetivos, pero no encuentro ninguno con el que calificar el hecho de que bien entrado en siglo XXI, y a menos de cien años de la experiencia más terrible de depravación humana (en la ecuación: índice de desarrollo de la civilización-grado de maldad) se esté repitiendo públicamente un exterminio similar ante el aplauso de unos pocos poderosos, la indiferencia de muchos y la impotencia de los más.
También encuentro inexplicable que en un momento en el que los avances tecnológicos y científicos nos podrían permitir desarrollarnos como personas en todos los aspectos de una forma nunca vista en la historia de la humanidad, se haya institucionalizado como sistema de gobernanza mundial –al menos en la parte del mundo en la que las formas en teoría importaban– una mezcla progresivamente explosiva de idiocia, mentira y rapacidad descarada y sin complejos. Una mezcla a la que los usos políticos españoles añaden el colmillo.
Y por último, por menos importante que parezca, me duele que cuando los índices de alfabetización y de transmisión de la información han alcanzado los estándares más elevados de la historia sea cuando el periodismo como mecanismo de defensa y formación de la ciudadanía esté haciendo estructuralmente aguas en favor de la difusión de contenidos truchos o directamente criminales.
Quizá tengan una duda razonable sobre si he dimitido de mi conexión con los aspectos más desagradables de la realidad: la exposición de los más jóvenes a mensajes indeseables, el machismo de toda la vida que pervive limado por las convenciones formales de la sociedad actual y en el fondo sigue considerando a la mitad de la humanidad como poco más que una bestia de carga, un sistema de reproducción y/o de deshago, un servicio de mantenimiento del hogar o un florero semoviente.
No, no huyo de esa existencia que no me gusta. No escapo de las noticias que la reflejan, pero prefiero leer los análisis demorados de Amador Fernández-Savater, de Xandru Fernández o de Álex Blasco sobre una serie que desvela los más que probables fallos en la educación de nuestros hijos –los míos, los de mi quinta, los de la gente a la que hemos confiado las directrices de la formación de esas generaciones, o el control de lo que consumen– que someterme a un carrusel de emociones sobre el tema. Porque de eso es de lo que estamos hablando, de la exposición de facetas problemáticas de la sociedad actual mediante una representación dramática que, para funcionar, tiene necesariamente que exacerbar nuestra identificación con el asunto y con los protagonistas.
En mis concretas y personales circunstancias actuales, la realidad me parece ya lo suficientemente descarnada como para encima someterme a su dramatización. Para todo lo demás está, gracias a ustedes, CTXT.
Un saludo fuera de pantalla.
Xosé Manuel Pereiro