junio 19, 2014

Nos lo quitaron todo, de David Torres

Esa es la frase que me resonaba en la cabeza al terminar de leer ayer la entrevista de Henrique Mariño a Pepe Ribas, un himno a la rabia, a la impotencia, a la tristeza. Nos lo quitaron todo. Yo no he vivido en Barcelona el auge de asociaciones vecinales en los últimos años del franquismo pero sí estaba en Madrid, en el barrio de Simancas, con doce años, cuando una generación entera, la mía, fue arrasada por la heroína. De la noche a la mañana, los chavales que apenas unos meses antes formaban bandas de música y grupos de teatro, ahora esgrimían navajas y temblaban en los parques atacados por el mono, cambiaban su alma por un pico, deambulaban como zombis en busca de una dosis.
Fue la noche de los muertos vivientes, la larga noche de finales de los setenta en la que una plaga salida nadie sabe cómo ni de dónde iba tronchando vidas y sueños. Sólo ahora, contrastando historias, abarcando la magnitud de un fenómeno que comprendió la práctica totalidad de la periferia de las grandes ciudades españolas, empezamos a sospechar quiénes podían estar moviendo los hilos del guiñol y escribiendo el desenlace de la obra. Era la misma argucia que el FBI había ensayado con éxito en los barrios negros de Los Angeles controlados por los Panteras Negras: introducir subrepticiamente la heroína en las escuelas. Aquel precario espejismo de libertad del black power y de la contracultura hippie se hizo añicos: la poesía se disolvió en sangre, el anarquismo en delincuencia, las comunas en bandas, tan fácil como inyectarle azúcar al depósito de la moto de Easy Rider.
En España, donde la libertad no había dado más que unos pocos pasos, el experimento fue aun más sencillo, como engañar a un niño con un caramelo trucado. Lo cuenta el escritor Paco Gómez Escribano en el prólogo a su novela Yonqui, un crudo testimonio del apogeo de la heroína en el barrio de Canillejas: “Los hijos empezaron a robar a los padres y hasta a los abuelos para conseguir una jodida papelina. Y unos años más tarde empezaron a aparecer muertos por todas las esquinas. Mi generación no ha sufrido una guerra, pero puedo asegurarles que hemos sufrido tantas bajas como un frente bélico”.
Nos lo quitaron todo: como dice el asesino William Munny en Sin perdón, todo lo que teníamos y todo lo que podíamos tener. El dinero sucio de toda aquella rapiña desembocó en el narcotráfico, en la construcción, en el compadreo, en las raudas fortunas hechas de la nada, de la noche a la mañana, por virtud de un milagro económico cimentado con sangre de antebrazos. En dos de mis novelas, El gran silencio y Niños de tiza, aparece el paisaje desolado y criminal de esas barriadas sembradas de solares y cascotes, ese panorama apocalíptico donde un superviviente de esa época, Roberto Esteban, lucha por explicarse por qué está todavía vivo entre un montón de cadáveres. No había muchas vías de escape y Roberto eligió el boxeo, una disciplina de redención que el tinglado cultural de la época se apresuró a tachar de salvaje y de zafia al tiempo que ensalzaba los toros y el fútbol. Luego, en lugar de cultura, nos dieron la Movida, un balón pinchado, un sucedáneo de contracultura, metadona y yeso, un fenómeno artístico tan ridículo, inofensivo y domesticado que algunos de sus maniquíes todavía andan por las televisiones haciendo el payaso.
Sí, nos lo quitaron todo y a cambio nos dejaron la tele, esa ventana abierta a todas horas que sólo da a la muerte.

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