enero 28, 2017

El otro lado del patriarcado. Por qué el feminismo debería contar con los hombres

Alejo Cuervo · Aplausos.
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Voy a ser sincera: empecé a escribir este post por una razón muy clara, y es que me desesperaba (y desespera) ver a ciertas personas asegurar que los hombres, sin excepción alguna, por el simple hecho de ser hombres, son opresores. Además, se considera que los hombres tienen todos los privilegios derivados del patriarcado. Todos los beneficios y ninguno de los perjucios.
Sin embargo, mi opinión personal, un poco motivada por mis conocimientos profesionales – supongo -,  me hacía pensar que no todo podían ser ventajas y que el patriarcado también afecta a los hombres, aunque tal vez de maneras más sutiles. Esto era todo una opinión personal, claro. Hasta que decidí descubrir qué tenía que decir la investigación realizada al respecto. Tal vez yo estaba equivocada. Tal vez no. Pero al menos tendría argumentos en los que basarme y no solo palabras más o menos bonitas.
¿Qué es el patriarcado?
Como en todo, aquí también hay que empezar por el principio. Empecemos con una definición de patriarcardo.
La palabra patriarcado ha ido redefiniéndose con el paso de los años, especialmente en las dos últimas décadas. Originalmente, se utilizaba para expresar el poder de los padres como cabezas de familia. Hacía 1960, los movimientos feministas comenzaron a utilizar esta palabra para definir la organización sistemática de la supremacía masculina y la subordinación femenina. (Kramarae, 1992; Stacey, 1993). El patriarcado se define como un sistema de autoridad masculina que oprime a las mujeres a través de instituciones sociales, políticas y económicas (Asiyanbola, 2005).
O, según Wikipedia: “una situación de distribución desigual del poder entre hombres y mujeres en la cual los varones tendrían preeminencia en uno o varios aspectos, tales como la determinación de las líneas de descendencia, los derechos de primogenitura, la autonomía personal en las relaciones sociales, la participación en el espacio público ―político o religioso― o la atribución de estatus a las distintas ocupaciones de hombres y mujeres determinadas por la división sexual del trabajo.
Este patriarcado se ve sujeto a la imagen de masculinidad y feminidad de la que disponemos. Yo quiero centrarme en la masculinidad, que es la que se considera opresora y la que, según mi hipótesis, también conlleva ciertos aspectos negativos para los hombres.
Según múltiples estudios, la masculinidad no es tanto una categoría biológica como un constructo social susceptible al cambio, que se define en relación a lo que es considerado femenino y que depende del espacio o lugar en el que cada uno se encuentra. Es decir, las masculinidad se define en base a las creencias y cultura de cada territorio (Short, 1996).
En este sentido, Maria Castañeda, en un estudio de 2002, indica que hay una tupida red de creencias, actitudes y conductas con la que nos atrapa el machismo. Entre esas creencias se encuentra la de la contraposición entre los masculino y lo femenino, según la cual masculinidad y feminidad no solo son diferentes, sino excluyentes. Según esta autora: “el enemigo a vencer no es la masculinidad sino cierta definición de la masculinidad y, por ende, de la feminidad”.
El problema no es el hombre sino la oposición radical entre lo masculino y lo que es femenino, que daña por igual tanto a hombres, como a mujeres y, por supuesto, a niñas y niños.
¿Cómo se representa tradicionalmente la masculinidad y a los hombres?
Pero, ¿cuál es la imagen que se da de la masculinidad? ¿Cómo debe ser un hombre que funcione con arreglo a lo que la sociedad considera que es masculino?
Algunos autores, como Courtenay (2000), indican que:
Un hombre que actúa correctamente con arreglo a su género debe estar poco preocupado por su salud y por su bienestar general. Simplemente, debe verse más fuerte, tanto física como emocionalmente, que la mayoría de las mujeres. Debe pensar en sí mismo como en un ser independiente, que no necesita del cuidado de los demás. Es poco probable que pida ayuda a otras personas. Debe estar mucho tiempo en el mundo, lejos de su hogar. La estimulación intensa y activa de sus sentidos debe ser algo de lo que termine por depender. Debe hacer frente al peligro sin miedo, asumir riesgos a menudo y preocuparse poco por su propia seguridad.
En este sentido, la publicidad da una imagen muy clara de cómo es y debe ser el hombre actual. Rey (1994) y Lomas y Arconada (2002) nos indican que escasean las investigaciones que estudien específicamente cómo se representa a los hombres en la publicidad. Sin embargo, en los existentes, se percibe que todavía existe una vigencia de una imagen hegemónica de la masculinidad: con conciencia de superioridad masculina, heterosexualidad, homofobia, misogninia, agresividad como reflejo del poder, indiferencia hacia lo “femenino”, etc.
¿Qué consecuencias tiene esto para los hombres?
Esta imagen de lo que es la masculinidad y “ser un hombre” lleva a privar a los hombres de sensibilidad, obligándolos a reprimir sus emociones, y conllevando dificultades en las manifestaciones de amor y ternura. Este comportamiento afecta a toda su vida (Camacaro y Abou Orm Saab, 2011). Estudios como los de Sabo (2000) indican que en países como Estados Unidos, la masculinidad hegemónica provoca que los jóvenes, por parecer fuertes, ignoren, por ejemplo, las normas de seguridad en el trabajo o conduzcan de manera arriesgada como muestra de valentía.
Además de las consecuencias ya mencionadas, la Organización Mundial de la Salud en 2005 indicaba que en el área del ejercicio de la sexualidad también se perciben los comportamientos asociados a riesgos. Por ejemplo, hay un índice más alto de mortalidad de los hombres debido a enfermedades de transmisión sexual.
Estudios como los de Keijzer (1997) revelan que ser hombre es un factor de riesgo para el alcoholismo, el tabaquismo e incluso el suicidio. Según este autor, esto puede estar relacionado con la dificultad masculina para enfrentar situaciones de derrota, de dolor, tristeza y soledad. Además, a esto se le agregaría la incapacidad para pedir ayuda, petición que supone debilidad y una situación de menor poder.
En relación con lo anteriormente indicado, según datos de Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer, en el País Vasco más del 70% de las personas con problemas de drogas son hombres. Suponen, además, alrededor del 80% de las personas implicadas en accidentes de tráfico, y cerca del 70% de las personas que se suicidan.
En relación con esta alta tasa de mortalidad masculina, autores como Kruger, Fisher y Wright (2014) argumentan que un mayor empoderamiento de las mujeres – sé cuánto os gusta esa palabra, pero me vais a permitir la licencia – conllevaría una menor mortalidad masculina.
Al margen de esto, pero continuando con los aspectos negativos que la imagen de masculinidad puede tener en los hombres, en el informe de Emakunde se hace referencia, además, a la presión que sufren en el ámbito laboral por sentir que deben asumir el papel de proveedor principal. Además, este informe menciona la incomprensión y rechazo social que reciben los hombres que se salen de la norma social.
Una de las argumentaciones habituales para considerar a todos los hombres opresores es que ellos, por el hecho de ser hombres, disfrutan de ciertos privilegios. Si bien esto puede ser cierto, estos privilegios pueden conllevar consigo dolor, aislamiento y alienación. Los hombres podrían sufrir todo esto por la necesidad de suprimir sus emociones, necesidades, empatía o compasión, ya que son consideradas inconsistentes con el poder de la masculinidad (Kaufman, 1999).
En este sentido, debemos tener en cuenta que, en ocasiones, se cae en culpabilizar a individuos concretos de dinámicas sociales de las que son parte, pero que no conforman toda su identidad  y que, en ocasiones, no han elegido. Es decir, los hombres son parte de un grupo social, igual que las mujeres, pero no definen toda su identidad (Young, 2000).
No os voy a engañar, la investigación -que ya os digo que no es mucha todavía-  no aclara si los perjuicios que sufren los hombres son mayores que los beneficios o si, por el contrario, los beneficios siguen siendo tales, que superan a los perjuicios. Eso queda todavía por descubrir, pero lo que sí se sabe es que no todo son beneficios y que los privilegios también tienen su lado negativo. El patriarcado y los roles tradicionales no solo perjudican a las mujeres, sino también a los hombres.
Siempre he sido más de sumar que de restar. Estoy convencida de que no se trata de culpar a los hombres y echarlos de nuestra lucha -o de dejarlos mirando, calladitos en un rincón, en el mejor de los casos– sino de entender en qué formas ellos también sufren las consecuencias y unirnos para cambiarlo.
Así que, a mí nadie me va a bajar de esta burra, que ya le he cogido cariño, y seguiré diciendo que yo en esto soy más de Emma Watson y su “He for She”, que de polarizaciones y discusiones estériles que no nos llevan a ninguna parte. Los roles masculinos y femeninos pueden ser modificados, y esta es una tarea que podemos emprender todos –hombres y mujeres – juntos, porque seremos ambos los beneficiados. 
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