marzo 04, 2017

Hace un mes que soy profesor en el mismo instituto donde estudié secundaria y bachillerato, de Javier Nix Calderón

Hace un mes que soy profesor en el mismo instituto donde estudié secundaria y bachillerato. Tomé la decisión de dar clase allí este año por sentimentalismo. Soy así, poco práctico. Podría haber elegido un instituto más cerca de casa, o con mejores referencias, pero sentía que me debía algo a mí mismo, a aquel chico que salió de allí con 18 años medio derruido, a aquel chaval con el corazón helado por la muerte. No sé qué deuda tengo conmigo mismo exactamente. Quizás demostrarme que, de alguna forma, ya había completado el círculo del duelo, que el recuerdo ya no quema igual, o que las palabras de aquella nefasta profesora de matemáticas, quien me confesó que me habían aprobado primero de bachillerato por pena, no eran ciertas. Aún puedo sentirlas en mis oídos, atravesándolos con furia: “Mira Javier, si pasaste a segundo de bachillerato fue porque nos apiadamos de tu situación, por tu hermano. Estás aquí porque quisimos, no porque lo merecieras”.
Recuerdo que temblé de furia, pero no dije nada. Solo los que hemos perdido a un ser querido sabemos lo difícil que es levantarse tras un manotazo de la muerte. Con 17 años, el golpe es terrible. Más aún si es fortuito y particularmente dramático, como lo fue en mi caso. Mi vida giraba en torno a mi hermano. Nació enfermo y sólo las manos de un cirujano fueron capaces de arrebatárselo a la muerte con apenas 10 días de vida. El año en el que murió, comenzó a ir a ese mismo instituto. Íbamos y volvíamos juntos cada día. Subía cada día a verle al recreo, para asegurarme de que estaba bien. Era mi hermano pequeño y le protegía, porque eso es lo que hacen los hermanos mayores. Pero febrero se lo llevó, no sé a dónde. ¿Habré vuelto, sin saberlo, para buscarle?
Salí de allí hace doce años y siento como si hubiera dado una vuelta completa al reloj del tiempo. Cada año, ahora que miro hacia atrás, ha sido como un mes, como una hora, como un minuto de ese reloj inmenso. Cuando paseo por aquel edificio de ladrillo rojo y argamasa, con las persianas y puertas roídas por el tiempo, casi puedo verle, y a mí con él. Cuando camino por el patio voy buscando su cara entre la de los niños, tratando de evocar sus facciones, su nariz afilada, sus ojos castaños, su pelo color ceniza. Sé que, en el fondo, he vuelto para reencontrarme con aquellos años, con aquellas mañanas en las que cogíamos el autobús. He vuelto para hacerme cargo de él, aunque él ya no está. Pero le veo, juro que puedo ver una pequeña parte de él en cada uno de los niños que me observan desde su silla. Sé que volví por él y por aquel adolescente que fui, para decirle que quizás no merecía pasar a segundo de bachillerato, pero que merezco estar donde estoy, porque amo lo que hago, porque quiero educar a los que vienen detrás de mí. No soy brillante, pero tengo amor. Decidme si hay algo que brille más que el amor.
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