diciembre 11, 2019

EL ABUELO, de Pedro Bernal

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EL ABUELO  12 de nov. de 2019   

La calma es absoluta. Chirrían las bisagras cuando empujo la puerta chica, salgo, y la cierro con un golpe seco. Las agujas del pino en las rocas suponen un peligro. Lo de los viajes es pasajero. Lo corriente no solo pasa por los cables... Nada; que no aparece. Es como si me evitara… El sol ha salido; sube por Lanchaquebrada, al Este, rompiendo la sombra del Valle en las alturas del Poniente. En la ruta encuentro vacas y becerros; la fragancia del torvisco y del pasto seco, segado por las reses, fascina mis sentidos; rodeo el pino, lo salvo por abajo: cayó sobre la senda, y ahí sigue, condicionando el paso de gente y animales. El sol me alcanza en el atajo de las piedras: me sobra ropa. Desvío mis pasos hacia el pantano, que a lo lejos parece un cuerpo yacente bordeado de cantizales desnudos. Cambio el rumbo hacia el interior sin alejarme del agua: voy hacia la Playa Libre. Cruzo el cauce seco de un manantial, cuyo lecho hozaron  los jabalíes. Avisto el paisaje de la Playa Libre, lunar, marciano: rocas emergen de la arena, del agua, como cetáceos varados o restos de naufragio: el estío deja numerosas dunas a la vista… El espejo del lago replica los bordes costeros, y en el centro una cinta de plata marca el surco del río. Lo hecho de menos. Avanzo por la arena hacia La Gallina, y tropiezo con el otro manantial: aflora a unos cinco metros de la ribera, y su regato verdea los aledaños. Nace de una roca, y está chapoteado de barro y pezuñas. Me desprendo del zurrón y del palo, y acoto con piedras herrumbrosas un semicírculo, obstruyo el canalillo y, poco a poco, se embalsa. Queda un collar muy chulo. Sobre las piedras derramo arena y limo del cauce, lo deposito sobre el collar y se forma un charquito turbio, sucio, fangoso; el tiempo lo decantará. Lo miro en perspectiva mientras me alejo. Quizá mañana beba… Me acerco a la ribera: un chapuzón en cueros, y sigo caminando. A la izquierda leo en una roca: “Playa Libre”. En el desagüe del seco Marjaliza se eleva La Gallina, desnuda: con el embalse a tope solo asoma su cabeza. Enfrente, la Cueva de las Luces: la vegetación oculta su acceso, y lumbreras naturales iluminan su interior. Paso de ella, y de la senda del arroyo; avanzo entre peñascos, huecos y cubículos con trazas recientes de animales, y sigo sus rastros ladera arriba. La espesura encubre huellas insinuadas por un zigzag entre rocas, jaras, retamas, pinos…; taimadas zarzas traban y atrapan en el silencio del monte.
     Ensimismado en la subida, olvido la obsesión por mi Amigo Fiel; no obstante, una evocación intangible nace de la última imagen, y atiendo: “…la nieta apenas era un gorgojo; la visita tocaba a su fin; sin embargo, una palabra llevó a otra, y el tiempo se detuvo. Rompió el silencio, y nos quedamos a escucharlo:
     -Diez y nueve tenía en el 36; era aprendiz en la factoría; salí de la oficina, y caminaba por la calle hacia mi casa; había quedado con los mozos para dar barzones por la plaza; soñaba con verla de nuevo... El ambiente estaba revuelto y las noticias llegaban difusas; apenas había reacción: no se le daba mucha importancia. Una racha de viento hizo revolotear polvo, hojas secas, papeles… y cogí uno de ellos. Coincidió con el paso de un grupo de camisas azules. Me abordaron a empellones. El papel, dijeron, es una octavilla subversiva. Me empujaron a un prado en las afueras, donde había personas de todas las edades; nos cargaron en las cajas de camiones, y nos llevaron a Cáceres. Como animales. Allí encontré a mi padre, y a gente de otros pueblos; nos encerraron en un edificio habilitado para prisión. Los días pasaban, y seguíamos, mi padre, yo, la multitud, en aquel recinto en condiciones inhumanas. Hacinados, hambrientos, sucios. No lo entendía. Había trasiego de presos, unos salían y otros ocupaban su lugar. Sin comida, sin aseos, sin camas… La familia, avisada, traía pan, alimentos, bajo una supervisión soez, prepotente, brutal; el miedo paralizaba cualquier posibilidad de gestión, de organización interna. Éramos prudentes: cualquier palabra podría comprometer nuestra vida. Hablaban de sacas; no sabía a qué se referían, aunque los rumores no tranquilizaban...”
     Hago cima, y salen de estampida. Llego a una minúscula pradera de las muchas que salpican el monte, en la que las vacas aún no han entrado, pues la hierba está alta. Pinos y enebros la aroman y sombrean. Ocultan su acceso rocas, espinos, zarzales, retamas… Cuando irrumpo de la nada, un corzo hembra y su cría trotan sobresaltados. Se detienen en el borde más alejado, entre gamones; vuelven la cabeza, y me miran. Ella lanza un ladrido. Parece decirme: “Qué susto me has dado…” “Lo siento,” le respondo: “No era mi intención…” Reprimo sacar la cámara. Inmóvil en la linde, observo a la pareja, estática. El corzo hembra emite un nuevo ladrido, presumo que de enfado; luego inicia su marcha mascullando por la profanación de su locus amoenus, y se pierde con su cría entre la fronda. Yo me encojo de hombros. Y seguimos trotando por el monte…

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