Son impresionantes las huellas de pisadas de Laetoli. Unos homínidos, hace más de tres millones y medio de años, caminaban por una zona de África oriental, cerca de Olduvai, y las huellas de sus pies (dos adultos y un infante) han llegado hasta nuestros días, fosilizadas por las cenizas de un volcán próximo y la lluvia oportuna. Antonio Rodríguez de las Heras Catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y director del Instituto de Cultura y Tecnología http://www.bez.es/244793696/Dejar-huella.html Publicado: 13/5/2017
Son
ya las pisadas que podemos dar los humanos, andariegos, de grandes
zancadas, equilibradas, sin balanceo excesivo del cuerpo, con una cadera
que ayuda a la verticalidad y unos pies adecuados para el impulso de
cada paso.
En las paredes de cuevas habitadas en el Paleolítico aparecen, junto a representaciones de animales y de escenas de caza, huellas de manos.
Esta especie, hacedora infatigable, deja intencionadamente su huella
junto a creaciones sorprendentes de arte parietal. La mano liberada por
la bipedación y conectada a un cerebro expansivo.
“Polvo eres, y al polvo volverás”
(Génesis). Pero esa desintegración, ese desmoronamiento esparce la
huella más definitiva del ser que ha vivido. Toda
la historia de ese individuo, desde el origen de la vida, está
retorcida, pero precisa, empaquetada, pero accesible, codificada, pero
legible, en la maravilla de la vida como empeño y construcción que es el
genoma.
Hoy la huella de la pisada ha quedado en
el suelo de la Luna, producida por unos pasos que vuelven a ser
vacilantes, pues hemos evolucionado para la gravedad terrestre. La marca
dactilar sabemos que la dejamos involuntariamente en todo lo que
tocamos, en ese mundo en el que intervenimos y manipulamos sin cesar. Y
la huella del ADN la detectamos con los medios actuales en la muestra
más minúscula de nuestra actividad (una gota de sudor, las partículas de
saliva expelidas al hablar, una mínima escama desprendida de nuestra
piel…).
Y, también, por ser seres sociales, por vivir siempre en grupo (desde los primeros pasos de la hominización), estamos expuestos a los demás. Nos observan; y, en consecuencia, producimos un vestigio intangible de nuestros actos en esas miradas humanas. Una huella imperfecta,
una imagen borrosa, que hace que nos esforcemos en conseguir que esté
lo menos deformada posible. Esfuerzo sin tregua por conseguir dejar
huella fiel de nuestros actos, de nuestras ideas y sentimientos, a pesar
de que la altera el ruido insuperable de la comunicación entre los
humanos.
Las manos que dejaban su impronta en las
paredes de la cueva y el cerebro expansivo de los sudorosos caminantes
en grupo que hollaban el suelo de la región del volcán Sadiman han
creado recientemente un nuevo espacio. Un espacio al que se está
dirigiendo una fenomenal migración de consecuencias comparables a la que
inició el ser humano desde esos lugares del continente africano. Y,
recién llegados, aún explorando el territorio inabarcable, nos
sorprendemos al comprobar que también ahí quedan huellas de nuestras
actuaciones. Unas marcas sobre un polvo de ceros y unos mucho más fino
que el volcánico de Laetoli y que registran nuestros andares, decididos o
erráticos, por este nuevo espacio. Rozamos en ese mundo digital
cualquier objeto virtual y lo impregnamos con nuestra huella. Se
confina tal cantidad de información de todas esas acciones en ristras
de ceros y unos que, como el genoma, son un potencial de intervención y
aprovechamiento (para bien o para mal, como también puede resultar en la
ingeniería genética). Y este espacio favorece la creación de nuevos espejos donde dejar la huella siempre borrosa de nuestra imagen al poder acercarnos y exponernos a otras personas y agruparnos sin necesidad de estar en el mismo lugar.
Somos la forma viva sobre la Tierra que
crea más huellas de su comportamiento, porque es la inteligencia la que
deja mayor impronta.
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