Manuel Rivas 14/12/2022
Frente a los que atizan la guerra, no puede extinguirse el periodismo como espacio de los porqués
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Nací de la mirada de los muertos / envuelto en gas mostaza / y amamantado en una trinchera. Es un fragmento de Autorretrato 1914-1918 de John Berger, una estrofa que constituye el centro radical de este poema que es, a la vez, el más imprevisible y certero “parte de guerra”. Una información básica que no figura en los tratados históricos: la Gran Guerra no comenzó ni terminó cuando dicen.
Ernst Toller, autor de Una juventud en Alemania, vivió los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial con el fervor nacionalista y el entusiasmo de muchos jóvenes, no solamente alemanes. Las filas de voluntarios eran interminables en otros países europeos, como Francia o Reino Unido. Había que ir rápido, sin demora: “Cuando lleguemos a la línea del frente, ya no hay guerra”. Iban alegremente cara al infierno y la masacre. En el laberinto ciego de las trincheras enlamadas, mezcla de niebla tóxica y costra de mierda y sangre, inmovilizados por un horizonte de alambradas, la producción industrial de las espinas de Cristo, Toller nos describe también el corazón central de la historia: “Una noche comenzamos a oír alaridos como los de un hombre que sufre dolores espantosos. Luego se hace el silencio. Le pegarían un tiro mortal. Al cabo de una hora vuelve el alarido y ahora ya no cesa. Ni esta noche ni la siguiente. Es un lamento desnudo, sin palabras. No sabemos si lo exhala la garganta de un alemán o de un francés. El grito vive para sí, acusa a la tierra y al cielo. Nos tapamos los oídos con los puños para no oír los lamentos, pero de nada nos sirve: el alarido gira como un trompo en torno a nuestras cabezas, alarga los minutos hasta convertirlos en horas, y a estas en años”.
Muchos intelectuales azuzaron y azuzan las guerras. En Alemania, en esa Primera Guerra Mundial, fue célebre el llamado Manifiesto de los Noventa y Tres: “Creed que llevaremos esta guerra hasta el final como una nación civilizada”. Un texto que se hizo público después de la quema de la biblioteca de Lovaina, que ocurrió en la noche del 25 de agosto de 1914. Reconstruida, la biblioteca de Lovaina volvería a ser quemada por los nazis en la noche del 16 de mayo de 1940.
En LTI. La lengua del Tercer Reich, el filólogo Víctor Klemperer relató de manera minuciosa, como un entomólogo, la vida de las palabras, el proceso de intoxicación y apropiación del lenguaje, y cómo se fue pavimentando así el camino hacia la indiferencia y el odio. Como cada día se le administraba una gota de arsénico a las palabras. Vencido Hitler, el filólogo judío superviviente entabló conversación en un tren con una mujer que había estado en la cárcel durante el régimen nazi. Era una persona no señalada de antemano, una alemana “aria”, pero que había ejercido con valor esa última facultad de no dar consentimiento a la injusticia.
– Pero, ¿por qué estuvo en la cárcel? –preguntó el filólogo.
Y ella respondió: “Por un puñado de palabras”. En la obra de Klemperer todo es interesante, aprovechable, pero ahora no se me va de la cabeza esa imagen del “puñado de palabras” que llevó al presidio a aquella mujer anónima. No puedo dejar de ver ese puñado en el sentido literal, una mano llena de palabras inquietas como libélulas, catarinas, ciempiés, grillos, hormigas, escarabajos, luciérnagas, abejas y falenas.
En Si esto es un hombre, Primo Levi cuenta como en un campo de exterminio, al volver de una jornada de trabajos forzados, un preso esquelético, que camina arrastrándose, acaba derrumbándose en la noche sobre la nieve. Un guardián, joven y corpulento, lo patea en el suelo. Aunque sabe que se juega la vida, Levi no puede resistirse e interpela al matón:
“– Warum? –pregunté en mi pobre alemán.
– Hier ist kein warum (“Aquí no hay ningún porqué”) me contestó, echándome dentro de un empujón”.
El lugar donde no existen los porqués. Eso es el infierno.
¿No oís el alarido? ¿Estamos a punto de que estalle la IIIª Guerra o estaremos ya en ella, bajo sordina, en un maldito simulacro “civilizado”? A Ilya Yashin, disidente ruso, lo acaban de condenar a ocho años y medio de prisión en Moscú por interpelar a Putin para que ponga fin a esta locura. Pablo González, periodista español, lleva ocho meses en una mazmorra en Polonia, acusado de espía ruso, sin que se respete su presunción de inocencia. Frente a los que atizan la guerra, no puede extinguirse el periodismo como espacio de los porqués. Ni renunciar, cada día, cada uno, a un buen puñado de palabras.
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