enero 13, 2009

p.c. de los c.: Manuel Holgado

Copiado del blog de Manuel Holgado: Escritas desde abril y publicado el 13.12.08 esdeab.blogspot.com

¿Quién, a veces, en un momento de ofuscación no ha soltado...?
Bueno, quizá antes convenga avisar de que este post o entrada puede herir la sensibilidad, y, lo que es peor, hasta el buen gusto lingüístico, del personal. Y, es más, reaviso, no estoy pensando en gente especialmente sensible ante cualquier miseria humana, o con los ojos siempre al borde de las lágrimas en todo lo que se refiere a construcciones gramaticales, ortográficas o sintácticas; no, en absoluto: me refiero a casi cualquier persona, a la que sea capaz de leer, aunque no entienda lo que lee. Vamos, que hasta yo, insensible del todo por el contenido, y alegremente despreocupado por la forma de lo que aquí suelo escribir, me empiezo a sentir herido. De hecho, no creo que lea esto después de escribirlo.
Pero vayamos a los hechos.
Caminaba yo el otro día por la acera derecha (según se baja, aunque yo subía) de la salmantina Avenida de Federico Anaya, cuando vi salir corriendo de un portal a un par de jovenzuelos, grandes y gordos, de unos diecisiete años. La mala suerte quiso que en ese preciso momento pasara por delante de dicho portal una diminuta y sonriente viejecita de pelo blanco y pinta entrañable, con un paraguas verde colgado de un brazo y un pequeño y coqueto bolso en el otro. Yo puedo dar fe de que los jóvenes, al ver a la anciana, intentaron frenar o, en su defecto, esquivarla. Pero no hubo forma. Pasaron como vendavales, uno por delante y el otro por detrás, haciéndola girar y tambalearse, hasta el punto de que todos (ellos, ella, un motorista que pasaba por allí, y yo mismo), temimos por su precario equilibrio.
Craso error, ya que por quién debíamos temer era por todos nosotros, o sea, la parte del mundo que en aquel momento no éramos la, hasta entonces, adorable viejecita. Ésta tiró el bolso y, sin disfraz alguno, se convirtió en un ángel vengador armado con una lengua que provocaba estupefacción y parálisis, y un paraguas verde, que más parecía una hélice, con el que lanzaba a diestro y siniestro mandobles con la esperanza, supongo, de rematar a cualquier infeliz que se le acercara.
De este huracán cada cual escapó como pudo: el motorista haciendo el caballito; yo me di media vuelta; y ellos, tras unos momentos en los que habían pretendido ayudar a la mujerita, debieron juzgar preferible un atropello al paraguas verde y la lengua desatada, y se lanzaron en desesperada huida hacia la otra acera.
Lo que la vieja les dijo, desde un lado de la avenida al otro, por encima del ruido del tráfico de media mañana (incluidos los camiones de reparto y los pitidos de los impacientes), es lo que me llevó a poner el aviso del principio. Entonces, cuando empezaba el relato, pensaba trascribir algunas de sus expresiones (sobre todo los insultos desconocidos, porque nunca está de más engrandecer ese campo semántico), pero se ha hecho muy tarde, me tengo que ir a dormir, y no quiero tener otra vez pesadillas.

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