octubre 25, 2013

Todos los sueños rotos, de MANUEL VICENT

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25 AGO 2013

Año 1973. Los progresistas de antaño se reconocían entre ellos en la calle por la forma de vestir, trenca con capucha y trabillas de hueso, camisa de leñador, chirucas o zapatones de pisar charcos, chaquetas color miel de pana rayada, nunca de pana dulce. Lucían también ornamentos capilares, melena, patillas de hacha o barba ritual. El atuendo tenía sus complementos: la revista Triunfo bajo el brazo,Hermano Lobo o Por Favory el diario El País de los primeros años, hasta la llegada de los socialistas al gobierno. No se distinguían por su arrojo político; en general, frente a la dictadura preferían el sarcasmo a jugarse el pellejo con los guardias. Adoraban las sillas de enea, las alfombras de esparto y la cerámica popular; bebían tinto, pero todavía no hablaban de añadas ni sabían si el vino rompía en boca o tenía retrogusto. Ese vocabulario llegaría con el desencanto, años después, cuando se perdieron los ideales.
Ellas eran más valientes, más arriesgadas. Venían breadas por una lucha personal que buscaba primero la propia liberación frente al machismo y el autoritarismo del padre. Se implican en la batalla política con un proselitismo de piel, hasta el punto que no había forma de ligar con cualquiera de ellas si no pertenecías a la tribu. Llevaban botas altas, jersey de grano gordo o minifalda vaquera con blusa de algodón, bajo la cual dejaban bailar los pechos sin sostén libremente.
Los progres de manual eran gentes con estudios, la mayoría estaba o había pasado por la universidad, los más apreciados solían ser publicistas, informáticos, cineastas, fotógrafos, arquitectos e interioristas. Ellas eran profesoras o trabajaban en las multinacionales y se decía que alguna había alcanzado un puesto en la dirección de la empresa, pero normalmente se quedaban de secretarias de confianza de algún alto ejecutivo.
La extracción social era determinante. No podía decirse que hubiera obreros progres. Un metalúrgico de la Perkins o de la Pegasso, un campesino o un minero era simplemente rojo o nada. Tampoco en la universidad los estudiantes excesivamente comprometidos y concienciados encajaban en el diseño, porque en el boceto del progre había un elemento de frivolidad y erotismo porrero que ahuyentaba a los exiliados o militantes clandestinos, que se tomaban la lucha política en serio. De hecho un comunista que tuviera una amante era expulsado del partido. Los progres tenían una ideología de izquierdas, aunque también los había liberales furiosos, que en el fondo creían que era más explosivo el cóctel Manhattan, wiski con vermú rojo, que el cóctel Molotov y pensaban que el triunfo de la revolución social también consistía en llevarse a una de aquellas chicas de cara lavada a Oliver y después a la cama. Algunos troskoeróticos se fundieron con el hipismo, ensayaron la comuna y probaron el intercambio de pareja. Este hedonismo era también una frontera. No lograron la ruptura política, pero hicieron suya la ruptura en el placer.
La derecha los zahirió hasta el escarnio, pero a esa generación de progres, muchos de ellos hijos de vencedores en la guerra, le debe este país la libertad y la democracia. Venían de las tinieblas, fueron los primeros en viajar, en estudiar masters en Harvard y al principio ocuparon puestos de subdirectores generales técnicos en la administración del estado estando todavía los franquistas en el aparato y luego se incorporaron a las filas de UCD y del socialismo, ocuparon las instituciones y terminaron por trasformar el país. Finalmente los sueños de aquella generación se fueron al diablo.
Año 2012. Dejemos a un lado las deserciones y el desencanto, que llegaron con la barriga incipiente y las primeras canas, cosa que sucedió cuando los progres fueron sustituidos por las tribus urbanas de la movida cuyos escombros estéticos dieron paso a la legión de pijos de pelo pegado, ropa de marca, llavín de la Yamaha rodando sobre un dedo en la puerta de la discoteca Pachá, pelotazos con bonos basura y panteras de plástico que servían copas en las terrazas.
Se trata de saber si aquella especie humana que fueron los progres de los años setenta subsiste hoy bajo una forma renovada, puesta al día. La diferencia es sustancial. En la acampada del 15- M en la Puerta del Sol era enternecedor contemplar con qué fervor nostálgico algunos setentones, progres revenidos, se involucraban en la lucha de estos jóvenes indignados. También era patético ver a algunos líderes de partidos de izquierda tratando de pescar en ese caladero para apropiarse de sus consignas.
Estos jóvenes de hoy no han conocido la oscuridad, pero están machacados, tienen el horizonte cerrado, la derecha les ha comido la moral, la huida por cualquier gatera al extranjero es la alternativa al paro, se mueven entre la tentación de la violencia y el desánimo, rodean el Congreso de los Diputados, se enfrentan a los desahucios, pueden quemar contenedores después de una manifestación apaleada, pero los más lúcidos saben que más allá del cóctel Molotov no hay nada y solo esperan un líder, un proyecto, una frase, una imagen, que cohesione esta pasión colectiva y trasforme su cólera en algo determinante para cambiar el mundo o su vida.

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