Al comienzo de cada campaña de recolección de los
principales frutos del campo, uno de los hechos tradicionales que se
repiten año tras año es la convocatoria de múltiples manifestaciones de
organizaciones de agricultores reclamando precios “más justos” para sus
productos. A estas acciones suelen unirse otras de carácter más violento
como el asalto de camiones cruzando la frontera de los Pirineos o la
quema de contenedores para impedir el paso de vehículos ante las
centrales de logística de los principales grupos distribuidores
alimentarios.
Más que hablar de un típico caso en el que la “historia se
repite”, se trata de un problema mucho más profundo, enquistado de tal
manera que aportar cualquier solución “fácil” no resuelve prácticamente
nada. Los bajos precios que tiene la uva en la campaña 2016/2017 no son
una novedad de este año, tampoco lo son los de la leche. Es un problema
que tiene más de 50 años de historia y que se presenta con un
denominador común: la organización del mercado agrícola hunde los
precios en origen, provocando caídas de la renta de los agricultores
permanentes y continuadas en el tiempo.
Bajo esta premisa, el sector agrícola siempre ha sido una
“excepción regulatoria”. Mientras se cerraba la ruinosa siderurgia
pública en los años ochenta o se privatizaba y abría a la competencia a
las principales industrias nacionales en los noventa, el campo ha
seguido en un limbo económico bajo un marco regulatorio enormemente
desfavorable y en el que la política de intervención siempre ha sido la
misma desde la creación del Servicio Nacional del Trigo en los primeros
compases del franquismo y recién terminada la Guerra Civil: control de
precios y subvenciones directas al productor.
Cada movimiento dentro de ese marco regulatorio es
peligroso. Lo que más teme un Gobierno (y, en especial, su ministro de
Agricultura de turno) es una manifestación de tractores (una
“tractorada”) en medio del Paseo de la Castellana o un bloqueo de las
principales fronteras del país con barricadas incluidas y saqueo de
productos en origen. Aunque la agricultura pesa apenas el 4,2% en el
PIB, es un sector lo suficientemente importante como para ser muy
cautelosos y más aún con el historial de conflictividad que acumula ya
más de medio siglo.
La idea básica de la que parte el actual marco –caída
permanente de la renta agraria por acción del mercado y necesidad de
subvencionar al agricultor– apenas se ha modificado en más de 50 años.
Con este escenario la Unión Europea, siguiendo los pasos de España y
Francia, planteó la Política Agraria Comunitaria (PAC) como un coto cerrado
de ideas y un esquema privilegiado que salta por encima de las normas
básicas de transparencia, competencia, no discriminación y otros
principios básicos de funcionamiento del Mercado Común.
Conforme ha ido avanzando la economía, lo único que ha
cambiado es la forma de actuar. Antaño se hacía construyendo silos para
intervenir directamente sobre los stocks. El Estado era a la vez un
monopolio y un monopsonio (monopolio por el lado de la demanda) y, desde
la puesta en marcha de la PAC o con mecanismos como el FEGA (Fondo
Español de Garantía Agraria), se interviene vía subvenciones por
cualquier hecho o circunstancia.
Lo más preocupante es la falta de crítica hacia un sistema
que lejos de conseguir sus objetivos, está provocando un daño
considerable a un campo que ya no es homogéneo y en el que la revolución
tecnológica comenzó y se ha consolidado a espaldas de la regulación. El
problema de los precios de la uva o del trigo (entre otros muchos) no
es el supuesto “enorme margen” que obtienen todos los actores que
intervienen en la cadena alimentaria forzando al agricultor de base a
vender su producto a un precio bajísimo. La cuestión de fondo es, por un
lado, la mala organización institucional de este mercado y, por otro
lado, el efecto del sistema de subvención permanente que proporciona la
PAC.
El mercado agrícola tiene enormes barreras a la entrada
que son completamente artificiales y que han sido edificadas por la
regulación. Incluso, el método de cerrar mercados como es el de las
“Denominaciones de Origen” contribuye aún más a la caída de los precios
en origen. En España no todos pueden ser distribuidores alimentarios o
transformadores de insumos, por ejemplo. El sistema de licencias,
otorgadas por las Consejerías de Agricultura de las comunidades
autónomas, y la maraña regulatoria han creado una industria en la que
los actores son los mismos desde hace décadas y tienen poder suficiente
para imponer precios.
Otra de las claves son las subvenciones directas sobre un
cultivo. Estas provocan el descenso de los precios porque el agricultor
está percibiendo una renta adicional que no proviene del mercado. Los
compradores de su producto, sabedores de este hecho, reducen los precios
de compra hasta equilibrarse con el precio sin subvención. Por tanto,
lo que en teoría serviría para apoyar al agricultor como es una
subvención, en realidad se traduce en mayor beneficio para el
intermediario.
La PAC tiene el dudoso mérito de haber conseguido que el
dinero de la subvención que percibe el agricultor sea en realidad una
transferencia de renta del presupuesto público (en torno a dos tercios
del presupuesto de la UE) a los intermediarios. Ante la evidencia del
razonamiento económico, surge la siguiente pregunta: ¿nadie se ha dado
cuenta hasta ahora de los miles de millones de euros gastados de forma
ineficiente en subvenciones al campo?
No parece razonable, en suma, mantener un sistema así. Sin
embargo, siendo realistas, el fin de la PAC y la reforma en profundidad
del mercado agrícola son a día de hoy casi imposibles. Mientras tanto,
la falta de profesionalización y la existencia de un verdadero mercado
integrado, seguirá arrojando escenas lamentables como el saqueo de
camiones españoles cargados de vino en Francia o el reparto gratuito de
frutas y hortalizas en manifestaciones en pueblos de España cada verano.
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