Les contaré un secreto: mañana, 28 de enero, cumplo años. La edad es indiferente, pero me acerco peligrosamente a esa en la que se presupone que debería tener ya una vivienda en forma de hipoteca –o al revés, no sé–, una pareja anillada y algún vástago. Cero de tres. Esta por lo menos era la realidad que se exigían los adultos cuando era niño. Recuerdo que en la adolescencia un amigo perdió el dedo anular de la mano derecha. Lo resumiré así: saltar una valla de un cole para jugar al fútbol no es recomendable con anillo. Después de eso se reían de él diciéndole que ya no se podría casar. Los días que estaba mejor, más contento, respondía mirándonos de forma irónica: “¡Vaya desgracia! La desgracia habría sido llevar collar”. La mayoría de los inútiles que se metían con él no lo entendían. A mí siempre me dejaba alucinado. Después de un shock tan fuerte para un chaval, él cogía un estigma social tan grande y se lo pasaba por los huevos. Así de fácil.
En agosto de 2018 –salto con tirabuzón temporal–, después de ya algunos meses como miembro de la redacción de CTXT, una pieza de Esteban Ordoñez me marcó. Se titulaba ¿Preferimos no tener hijos?; en ella reflexionaba sobre la paternidad como una elección que en la actualidad baila entre las aguas del deseo y de las posibilidades materiales para cumplir de una forma digna como padre. No tengo hijos porque no quiero –fuera estigma– o porque me condicionan demasiado –costes de vida dentro–. La idea, o la posibilidad, de no tener hijos se unía a la de no casarse en mi cabeza. Ya no era una obligación.
La realidad es que en 2024 la identidad de la familia española católica cristiana ya no tiene tanto peso. Muchos de nuestros padres y madres decidieron luchar contra el estigma, primero no mojándonos con agua sagrada y después dándonos a elegir si ir a la asignatura de Estudio o a la de Religión. Tal es el cambio que, según datos de la Conferencia Episcopal –esa cosa tan adjetivable–, entre 2007 a 2021 los bautizos y comuniones se redujeron en un 54% y en un 30%, respectivamente. Las bodas por la iglesia, en un 83%. Si tenemos en cuenta que el número de matrimonios en total cayó en torno a un 26%, que la edad media de estos aumentó en casi cinco años, de 29,8 a 34,7, y que en 2005 se aprobó el matrimonio entre personas del mismo sexo, podemos decir que la sociedad española ha evolucionado a una forma más diversa en las últimas décadas, y con ello ha abandonado ideales del tardofranquismo/edad media. Sin embargo, por mucho que los valores sociales cambien, siempre estamos atados a lo material, en concreto, a la pela.
Según el último Cuaderno de Información Económica del centro de análisis Funcas, de enero a octubre de 2023 tan solo el 38,9% de las compras de vivienda fueron realizadas mediante hipotecas. ¿El 61,1% restante? A tocateja. ¿Qué quiere decir esto? “Que gran parte de los inmuebles están siendo adquiridos por motivo de inversión mayorista no residencial, lo que impulsa aún más los precios y dificulta el acceso”. ¿En qué se traduce? Según el último informe del Observatorio de Emancipación, las personas jóvenes (menores de 35) tienen que dedicar el 93,9% de su salario para poder alquilar una vivienda en solitario o ahorrar el sueldo íntegro de cuatro años para poder dar la entrada de un piso. Esto se traduce en un dato: tan solo el 16,3% de los jóvenes están emancipados. Los jóvenes españoles, a menos que compartan piso por amor, amistad o necesidad, viven con sus padres porque no pueden permitirse un hogar propio. Mientras avanzábamos en lo social, nos olvidamos de lo económico. Sí, subió el SMI pero lo hizo aún más el coste de la vida.
Que la vida es cara es una realidad, que un cantante denuncie un caso de explotación laboral durante sus años en una cadena de comida rápida y que la ministra de Trabajo y Economía Social inste a los trabajadores precarizados a usar un buzón de denuncia y no a plantear una inspección de trabajo es triste. Que en una búsqueda rápida de “¿cómo superar la cuesta de enero?” la segunda opción sea una web de juguetes sexuales tiene gracia, que la primera sea de Mapfre, una aseguradora que en 2023 obtuvo unos beneficios netos de 470,6 millones de euros, no mucha. La realidad es que el 50% de la población más pobre, ese segmento en el que casi seguro que estamos los dos, tan solo posee el 7,8% de la riqueza del país. Mientras nos venden una vida idílica viajando en un metro con gente de colores, como si fuese una caja de lapiceros, de concierto en concierto, que no a trabajar, la Comunidad de Madrid firma un contrato “muy necesario” para traer la Fórmula 1 a la capital por nada más y nada menos que 500 millones de euros de las arcas públicas. Una ganga. Una visión del mundo en la que la mayoría no estamos, ni podemos elegir estar.
Vivimos en una época reaccionaria, en la que muchos de los cambios sociales están puestos en duda constantemente por enfoques machistas, racistas, clasistas, homófobos o xenófobos, ya sea por separado, en packs o todos a la vez, por partidos políticos, asociaciones y medios de comunicación con un interés particular por volver al pasado. Y en lo económico la maquinaria ha metido una marcha más aprovechando la pandemia, la inflación y las guerras para duplicar los beneficios de los más ricos. Mientras, los medios tradicionales vuelven a la tele de tubo con su contenido y formas, los chistes de El Hormiguero no distan muchos de los del programa Genio y figura –que solo recuerdo por los tazos de Chiquito y cortes emitidos en Nochevieja–, uno de los temas principales es la extinta ETA y AR sigue siendo una de las presentadoras estrella. El cambio cultural de la televisión parece reducirse a la resolución de imagen.
La idea es plantear un estado de las cosas en el cual no puedas elegir. La opción de optar por el deseo es atacada y como alternativa se impone una dependencia económica que te obligue a pasar por el aro. Y aquí estamos, planteando un periodismo social que exija que no se dé un paso atrás en lo social y que se avancen un par en lo económico. Un periodismo que deje los aros para el hula hoop y que tantee ideas y modelos alternativos que no repriman a las minorías ni impongan un ideario único, blanco, hetero y católico. Sin embargo, no sé ni soy capaz de saber si merecemos la pena, puede que mirando desde fuera la respuesta sea clara, o si lo que hacemos tiene una influencia real; esto es muy difícil de medir. Lo que sí sé es que el esfuerzo económico que hacéis con las suscripciones o donaciones ayuda, y mucho, a hacer mejor periodismo. Lo que sí sé es que cada vez que os llamamos para renovar –perdón por la turra– o escribís por el motivo que sea, algo que os invitamos a hacer más a menudo, vemos que hay personas al otro lado, que no sois un número en un Excel, que sois compañeros y compañeras de viaje y por ello siempre os estaremos agradecidos.
Gracias por existir, estar y hacer CTXT posible,
Un abrazo. Álex Blasco
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