Cuando oscurecía solían sentarse todos los pequeños en las escaleras de la casa, allí juntos, apiñados, escuchaban los relatos de una de ellos -la Angelita- siempre tétricos, acojonantemente tétricos, trataban de muertos -su madre, ya viuda, vivió en el cementerio, como hija de enterrador que fue, y su aspecto era de lo más triste-.
Del cole de la Esperanza pasó al colegio Villaverde, allí aprendió, entre otras cosas, a sumar a velocidades de vértigo -cálculo mental, que lo llaman-. ¿Cómo? Con unas cartillas con infinitas columnas de números en horizontal y vertical. Todos los alumnos debían ir sumando a la vez, se comenzaba, lógicamente, de izquierda a derecha y de arriba a abajo; primera columna vertical -imagínense como treinta números, de un sólo dígito, unos debajo de otros, sumados a la carrera y que, en cualquier momento tú podías ser el elegido para continuarla. ¡Qué estrés! que diríamos ahora.
Momento gozoso era cuando subían a Madrid, porque, a pesar de que Villaverde había adquirido la condición de barrio, pocos años atrás, seguía sintiéndose pueblo, era como un pueblo.
Unas veces iba con su madre y otras con su padre, nunca juntos, porque alguien tenía que quedarse en el Kiosco.
El Kiosco. La fuente de ingresos familiares y la fuente de disgustos.
Su padre hizo la mili en la Renfe y allí, transcurridos tres años, se quedó trabajando.
Viajaba en los trenes, así conoció a su madre -el abuelo Juan también era ferroviario-, establecieron una relación de la que se quedó embarazada y, contra la opinión familiar, se casaron. Tenía 26 años, y, pocos meses después, sufría un accidente en el que perdía su pierna derecha. Estaba enfermo, con fiebre, y pese a ello, acudió al trabajo, la máquina le pasó por encima.
Renfe se llamó a andanas, le jubiló por invalidez y le dejaron 600 pesetas de pensión. Año 1951.
Nació su hermano, y su padre, como medio de vida, encargó unas muletas de madera -que se colocó bajo las axilas- una caja de lo mismo -que se colgó en bandolera-, y llena de colonias y cremas rejuvenecedoras se fue vendiendo por las casas. Tenía mucho verbo, sabía camelarse a las mujeres.
Tras ésto vendría lo del kiosco, menos matador, físicamente.
A su padre le llamaban: el cojo o el loco, y, en el mejor de los casos, el señor Pepe.
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PAQUITA
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