Publicado por Jesús Urceloy en 17 de mayo de 2010 nadienostocaloshuevos.blogspot.com/
Esta historia la conocen pocos. Es la historia de un hombre malo.
Bartolomé era el hermano mayor de mi abuelo Isidro. Nació en 1896 y siempre fue la oveja negra de la familia. En contra de sus padres y nada más cumplir la mayoría de edad abandonó Ávila, dejando un prometedor futuro en la ebanistería de su familia y se fue a ese infierno inmoral llamado Madrid. Allí se hizo amigo de varios personajillos del submundo literario: poetas, periodistas: gentuza esa de mal vivir. Y al cabo de unos años, con la llegada de la República, volvió a Ávila, donde se hizo cargo de la redacción del Diario Obrero. Ni que decir tiene que sus parientes, gentes dedicadas a dejar transcurrir la vida entre el trabajo y el rosario, le dieron de lado, aunque sin retirarle el saludo, que en Ávila, donde presumen de caballeros, eso frisaba el insulto a la familia y hasta ahí podríamos llegar.
Bartolomé se defendió en su miserable trabajo de rufián cantamañanas lo mejor que supo, aunque permanecía soltero y se le atribuían ciertas correspondencias femeninas con alguna pelandusca de Salamanca, lugar que frecuentaba con cierta asiduidad. A poco de empezar la guerra, fue detenido en la misma redacción de su tabloide, y desde la calle fue obligado a ver cómo el ejército salvador prendía fuego al edificio, imprenta y todo, del que no quedó ni un mal tizón que resguardar.
A los cuatro días le soltaron. No se sabe cómo pudo llegar con vida a casa de su hermano Isidro: le quedaron fuerzas para relatar cómo le ataron a una silla, le vendaron los ojos y le obligaron a escuchar los terroríficos gritos de hombres y mujeres que torturaban a su lado. Para rematar la faena le pusieron un embudo en la boca, y a la fuerza le hicieron tragar hasta ocho botellas de aceite de ricino. "Ahora vete y cuéntalo", le dijeron antes de soltarle. Reventó en brazos de su hermano unas horas después, descompuesto, entre terribles dolores. Yace olvidado en una fosa sin lápida ni nombre entre la tierra que rodea los muros del Cementerio de Ávila.
En la familia, que siguió siendo de trabajo y rosario diario y misa de gala dominical se contaba la historia del pérfido tío Bartolomé cuando había que enseñarnos a los niños los infortunios de la vida disipada, del ocio inútil y de las malas compañías. La abuela ponía su voz más tétrica y el abuelo se iba de la habitación. En la familia nadie tuvo el más mínimo interés en saber dónde estaba enterrado, y sólo mi abuelo, cuando íbamos cada primero de noviembre al cementerio, sacaba un puñado de trigo del bolsillo y lo tiraba por encima de la tapia. Mi abuelo Isidro murió en 1969, cuando yo tenía 5 años y él 65. Unos pocos meses después de su jubilación.
Este, y unos pocos instantes más, emborronados por su sonrisa, que siempre me ha parecido triste, son los pocos recuerdos de mi abuelo que conservo.
El otro día sentí que alguien echaba una palada de tierra sobre el trigo salvaje que crece sobre la tumba anónima de mi otro querido abuelo, Bartolomé.
Caminante dijo... 19:42 (Como veo que no aparece la fecha, aclaro que hoy es 28 de mayo, viernes... para más señas)
"alguien echaba una palada de tierra sobre el trigo salvaje que crece sobre... "
¿Para sofocarlo? matarlo de nuevo?
Porque era "tan malo" que bien mereció tragarse las botellas de ricino que le "regalaron" sus "amables" toturadores.
Me gusta el relato, te lo copio para publicarlo en mi blog, al mes de publicado aquí, aproximadamente.
¿Puedo? PAQUITA -la prima de Pedro-
Ayer fue la presentación de una revista en el centro de poesía José Hierro -de Getafe- su nombre: Los Divagantes.
1 comentario:
Gracias por apuntarte al III Encuentro de Poesía en Red
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