En su artículo ¿Por qué los hombres matan a las mujeres? (El País 10/07/2017), Patricia Ortega informa de los primeros avances y resultados de una “macroinvestigación” que ha puesto en marcha el Ministerio del Interior con el objetivo de predecir los crímenes machistas. Este “macroproyecto”, “inédito en España” por aplicar “un método científico” contra la violencia de género, considera superficial abordar los casos de feminicidio como una manifestación del machismo de nuestra sociedad; en cambio, se propone profundizar en el problema analizando pormenorizadamente caso por caso para detectar los factores individuales detonantes de la violencia. Un equipo de 500 investigadores, graduados dirigidos por catedráticos y psicólogos de la Policía y la Guardia Civil, va a realizar unas 200 entrevistas a los homicidas y a las personas del entorno próximo al asesino y a la víctima a fin de averiguar qué fue lo que hizo estallar, en un momento preciso, la violencia mortal: “tenemos que intentar saber por qué no lo hizo antes ni después, sino en ese momento”, explica uno de los coordinadores del “macroproyecto”.
Es un lugar común denunciar los usos ideológicos de la ciencia, que, lejos de ser la transmisión de una verdad objetiva, pura, incontaminada, es siempre un discurso basado en cierta imagen subjetiva de lo real. De ahí que sea necesario escudriñar en el discurso para visibilizar los mecanismos a través de los cuales se transmite la ideología, la imagen de la realidad que se desvela a raíz de las mismas bases epistemológicas y metodológicas empleadas, que, en este caso, se inspiran en la tradicional visión patriarcal de la violencia contra las mujeres. Por ejemplo, cuando el Ministerio identifica como objetivo la revisión de cientos de “homicidios de pareja”, es claro que pretende usar una expresión aséptica que invisibiliza la variable sexo-género, lo que no ocurre con sintagmas más habituales como “violencia de género”, “asesinatos machistas”, “violencia contra / sobre la mujer” o “feminicidio”. En cualquier caso, atenúa el factor de la relación entre los géneros como elemento explicativo de primer orden. Por otra parte, el propio concepto de violencia machista queda reducido a los asesinatos, cuando, como es sabido, éstos solo constituyen la parte más dramática y visible, la punta del iceberg, de una violencia estructural que se manifiesta en todos los ámbitos.
Además, el objetivo del proyecto no responde a una imagen de la violencia como proceso, sino como explosión o accidente que ocurre esporádicamente, de forma impredecible. De acuerdo con esto, más que en las causas, el estudio se centra en los factores desencadenantes: desde detalles minúsculos -como una mentira insustancial, o un mensaje en el móvil- a evidencias contundentes, como la petición de divorcio o la presentación de denuncias. Así, súbitamente, una buena noche, de pronto… sobreviene la tragedia: “un día la mano se le va del todo y acaba matándola” (El País, art. cit.). Ni rastro de la habitual “escalada de violencia” denunciada por los estudios académicos, ninguna amenaza latente, ninguna presión creciente ahogando la voluntad de las víctimas. Simplemente, un accidente: lo confirma el hecho de que un 45% de los homicidas “no tenían ningún antecedente violento conocido”, señala el estudio, reduciendo la conducta del agresor a su comportamiento público.
Reaparece, así, la tradicional dicotomía “público / privado”, desacreditada por los estudios feministas, que analizan lo que pasa “de puertas adentro” (M. Ángeles Durán), pues es precisamente ahí, en ese mundo íntimo, que antes escapaba de la vigilancia del Estado, donde se reproduce y perpetúa la dominación sobre la mujer. Las investigaciones feministas no han dejado de insistir en ello: aunque la democracia formal haya derribado obstáculos y discriminaciones legales, hechos como la “doble jornada laboral”, el desigual reparto del trabajo doméstico, o la carga exclusiva en la responsabilidad de los cuidados revelan que “mientras la desigualdad en la esfera privada continúe reproduciéndose, la igualdad en la pública es una vana quimera” (Ana de Miguel, Neoliberalismo sexual). De ahí, la necesaria superación de la dicotomía “público / privado” y la reconceptualización que encierra el clásico lema feminista “Lo personal es político”. Hemos tomado conciencia de que la dominación comienza en la cara oculta de la familia, un ámbito donde la ausencia de reglas permite la explotación, los malos tratos e incluso el abuso sexual.
Frente a este enfoque sociocultural y político, la “macroinvestigación” se centra en lo individual y psicológico: a través de entrevistas, y con el apoyo de psicólogos y psiquiatras, se intenta definir el perfil psicosocial de los homicidas, quienes serán catalogados dentro de unas coordenadas definidas por dos ejes: maldad y locura. Ya Erich Fromm, en El corazón del hombre, advertía sobre la falacia del “psicologismo” en la comprensión de los hechos sociales y políticos, pues se corre el riesgo de focalizar el caso individual descontextualizando los fenómenos y vaciándolos así de su contenido social y cultural. En cualquier caso, apelar a la patología resulta muy funcional, pues naturaliza y legitima la violencia: al fin y al cabo, la pasión sigue utilizándose como coartada.
También la metodología revela la ideología subyacente. La propia idea de la investigación implica la ausencia de la voz de las mujeres, salvo en los casos marginales de las supervivientes. Quiere esto decir que el principal locutor / enunciador del discurso es el homicida, quien relata en primera persona sus sentimientos de desarraigo, de inseguridad, el temor al abandono o el violento acceso de ira que lo arrastra al crimen; de ahí que el discurso pueda deslizarse sutilmente desde los detonantes a las justificaciones, las cuales podrán considerarse, sin problema, como circunstancias atenuantes.
Todas estas razones permiten ver en el Proyecto una involución en la investigación sobre el tema, pues recupera la tradicional visión de la violencia contra las mujeres como resultado de “extravíos individuales, patológicos o excepciones, que carecen de significado colectivo” (K. Millet). En definitiva, se trata de neutralizar los logros teóricos del movimiento feminista, que ha construido nuevos marcos de referencia para visibilizar los abusos, agresiones y crímenes, no como extravíos individuales, sino como manifestaciones de la violencia estructural que se vierte sobre el colectivo femenino; una violencia que, hasta el día de hoy, es un componente esencial de la socialización masculina, y que, en último término, es el instrumento que legitima y asegura la desigualdad y la dominación de un género por el otro.
¿Se imaginan una investigación que tratara de desvelar la trama de la corrupción del poder en nuestro país contando prioritariamente con la información aportada por Luis Bárcenas, J. M. Blesa, R. Rato, I. Urdangarín o Ignacio Gónzález? Los informes de psicólogos y psiquiatras podrían revelar el carácter de sociópatas, psicópatas o inestables emocionales de los “investigados”, pero ciertamente no darían ninguna luz sobre la estructura, redes y complicidades del enrevesado laberinto de la corrupción.
Una vez más, el discurso científico nos niega a las mujeres la capacidad de expresarnos y representarnos a través de la palabra. En este sentido, es un ejemplo más de agresión y exclusión que consuma una especie de muerte simbólica. De ahí que, en sí mismo, pueda conceptualizarse como un ejemplo de “violencia epistémica”.
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