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El pensador francés, autor de libros como 'El silencio' y
'Elogio del caminar', desgrana su ideario en esta entrevista ofrecida al
Grupo Joly antes de pronunciar una conferencia en La Térmica
Pablo Bujalance -
Doctor
en Sociología de la Universidad París VII y profesor en la Facultad de
Ciencias Sociales de la Universidad de Ciencias Humanas Marc Bloch de
Estrasburgo, el pensador francés David Le Breton (Le Mans, 1953) encarna
como pocos de sus contemporáneos la mejor tradición intelectual de su
país. En España ha publicado con éxito libros como El silencio, Elogio del caminar y Desaparecer de sí: una tentación contemporánea,
donde apuesta por formas concretas de resistencia ante la
deshumanización del presente. Esta semana pronunció una conferencia en
La Térmica, el centro de cultura contemporánea de la Diputación de
Málaga, antes de la cual concedió esta entrevista.
-Permítame
una pregunta un tanto primaria para empezar: usted defiende el silencio
como forma de resistencia, pero ¿de dónde nace el ruido?
-Buena parte de nuestra relación con el ruido procede del
desarrollo tecnológico, especialmente en su carácter más portátil:
siempre llevamos encima dispositivos que nos recuerdan que estamos
conectados, que nos avisan cuando hemos recibido un mensaje, que
organizan nuestros horarios a base de ruido. Esta circunstancia ha
venido a incorporarse a las que ya habían cobrado forma en el siglo XX
como hábitos contrarios al silencio, especialmente en las grandes
ciudades, gobernadas por el tráfico y numerosas variedades de
contaminación acústica. En este contexto, el silencio implica una forma
de resistencia, una manera de mantener a salvo una dimensión interior
frente a las agresiones externas. El silencio nos permite ser
conscientes de la conexión que mantenemos con ese espacio interior, la
visibiliza, mientras que el ruido la oculta. Otra manera que tenemos de
conectar con nuestro interior es el caminar, que transcurre en el mismo
silencio. Quizá el mayor problema es que la comunicación ha eliminado
los mecanismos propios de la conversación y se ha hecho altamente
utilitarista a base de dispositivos portátiles. Y la presión psicológica
que soportamos para hacer acopio de ellos es enorme.
-¿Es más fácil cultivar y fomentar el silencio en Oriente que en Europa y EEUU, por ejemplo?
-Sí,
en la tradición japonesa hay una noción muy importante de disciplina
interior que ha cristalizado en sistemas de pensamiento como la
filosofía zen. Digamos que en Oriente hay mucho camino andado, pero las
invasiones contra las que conviene oponer resistencia son ya las mismas.
-¿Qué respondería a quienes sostienen que el silencio es una confesión de la ignorancia?
-El
silencio es la expresión más veraz y efectiva de las cosas
innombrables. Y la toma de conciencia de que hay determinadas
experiencias para las que el lenguaje no sirve, o no alcanza, es un
rasgo decisivo del conocimiento. En este sentido, tradiciones como la
cristiana, en la que el silencio es muy importante, resultan
reveladoras: la sabiduría va a dirigida a comprender lo que no se puede
decir, lo que trasciende el lenguaje. En esta misma tradición, el
silencio es una vía de acercamiento a Dios, lo que también puede
interpretarse como un conocimiento. Podemos utilizar el silencio para
conocernos mejor a nosotros mismos, para aislarnos del ruido. Y éste es
un valor a reivindicar en el presente.
-En cuanto al desaparecer de sí, pienso en la psicología constructivista y en autores como Jean Piaget. ¿Sería posible formular una psicología de la deconstrucción para la personalidad?
-Sí,
es posible llegar a eso a través de una disciplina, un ejercitarse en
el silencio. Como te contaba, en Japón esta disciplina es algo muy
común. Podemos ir abriendo en nuestra rutina diaria huecos para el
silencio, para meditar y encontrarnos con nosotros mismos, y con la
disciplina adecuada esos huecos serán cada vez mayores. Mi mayor
experiencia en este sentido, la definitiva, fue en el Camino de
Santiago: cuando al fin llegué a Compostela, comprendí que me había
transformado completamente después de numerosos días en marcha y en
absoluto silencio. Fue un renacimiento.
-En Francia tienen ustedes una gran tradición del caminar con Balzac y la figura del flâneur.
-Sí,
el caminar en las ciudades, el vagar sin una meta concreta. No sólo
Balzac, también Flaubert lo defendía. Y para los situacionistas se
convirtió en un asunto fundamental. Caminar es otra forma de tomar
conciencia de sí, de reparar en el propio cuerpo, en la respiración, en
el silencio interior. Hay quienes en la Edad Media se liaban a caminar
en el desierto, pero la práctica del caminar en las ciudades encierra
connotaciones relacionadas con el placer. Se trata de disfrutar con lo
que percibes, de deleitarte con los atractivos que la ciudad te ofrece a
través de los sentidos. Es una actividad hedonista. Jean Baudrillard y
los intelectuales de la estela sartreana también lo definieron así, como
una práctica contraria al puritanismo.
-¿Es por esa calidad de resistencia por la que a quien camina sin rumbo se le tacha de loco?
-Así
es, y por eso el caminar, como el silencio, es una forma de resistencia
política. A la hora de salir de casa y moverte te ves de inmediato
intervenido por criterios utilitaristas que te aclaran perfectamente a
dónde tienes que ir, por qué camino y en qué medio. Caminar porque sí,
eliminando de la práctica cualquier tipo de apreciación útil, con una
intención decidida de contemplación, implica una resistencia contra ese
utilitarismo y de paso también contra el racionalismo, que es su
principal benefactor. La marcha te permite advertir lo hermosa que es la
Catedral, lo juguetón que es el gato que se esconde ahí, los colores de
la puesta de sol, sin más fin, porque ése es todo su fin: la
contemplación del mundo. Frente a un utilitarismo que concibe el mundo
como un medio para la producción, el caminante asimila el mundo
contenido en las ciudades como un fin en sí mismo. Y esto, claro, es
contrario a la lógica imperante. De ahí la vinculación con la locura.
-Sin
embargo, con su transformación en centros comerciales, y pienso en el
mismo corazón de Málaga, ¿no se han convertido las ciudades en los
peores enemigos de los caminantes?
-Sí, no le
falta razón. De hecho, todas las grandes ciudades, ya sean París o
Tokio, se han convertido ya en superficies comerciales. Es muy
importante que las ciudades encuentren un equilibrio entre los recursos
que garantizan su prosperidad y la calidad de vida de quienes residen en
ellas. De otra manera, las ciudades se convierten en entidades
deshumanizadoras. El hecho de caminar en sus calles sin interés alguno
en comprar ni en gastar dinero, sólo en vagar sin rumbo de aquí para
allá, porque sí, también es una forma de hacerlas más humanas, de
rebelarse contra las órdenes que convierten todas y cada una de las
interacciones humanas en un proceso económico.
-De vuelta al silencio, ¿no ha sido la industria cultural uno de los principales cauces del ruido en el último medio siglo?
-Sí, eso es. Estoy de acuerdo. En mi libro El silencio
me ocupaba de este asunto. Porque al final la industria cultural viene a
ser una forma del poder político. Una actividad cultural debería ir
encaminada a que cada uno se encontrara consigo mismo, se reconociera en
su interior, entablara un diálogo íntimo sin salir de sí, ayudándose de
los instrumentos que la cultura debiera poner a su alcance. Pero en
lugar de eso tenemos una cultura que es cada vez más de masas y menos de
personas, en la que es imposible reconocerse. También es importante
oponer resistencia a las formas invasivas de la cultura mediante el
silencio.
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