Todos la huyen y la evitan, en medida que sea posible. Pero los momentos
melancólicos son necesarios. Y, según demuestran estudios recientes,
constituyen la base de la mayoría de procesos cognitivos, creativos y
artísticos. Piergiorgio M. Sandri
28/11/2014
“Puedo escribir los versos más tristes esta noche / pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido”. Es el lamento de Pablo Neruda
en uno de sus más célebres cantos al desamor, la melancolía y el
desengaño. “Tristeza não tem fim, felicidade sim”, repetían en sus
canciones Vinicius de Moraes y Tom Jobim. La típica saudade brasileña
les inspiró para escribir una de las baladas más célebres de la historia
de la música. “Tango triste / Que como un viejo lamento / Parece que
lleva el viento”. Así cantaba, con todo el pathos posible, el cantor Roberto Goyeneche. ¿Y la pintura dramática de Caravaggio? El genio italiano fue uno de los pintores
más atormentados y tristes que se recuerde. Las telas reflejan su drama
interior y su obra tan fosca y tétrica cambió la historia de la
pintura. Beethoven, en el año 1802, afirma que lleva “una vida muy
desgraciada. No estoy nada satisfecho de lo que he hecho hasta este
momento. Tomaré otro camino”. Y así compuso la Novena.
Grandes expresiones y formas artísticas han nacido desde el desánimo y las horas bajas. Los grandes protagonistas de la cultura de nuestro tiempo siempre hicieron alarde de su tristeza, como gran aliada para la creación. Según Flaubert, sólo si uno era un perfecto idiota podía decirse “crónicamente feliz” Baudelaire reconocía estimar su mal humor, porque la felicidad hacía “perder la tensión del alma”. A su vez, Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs reunieron veinticuatro relatos en un libro, Antología del cuento triste (Alfaguara), que era toda una declaración de intenciones: “¿Quién quiere acabar con la tristeza? ¿O deberíamos decir: quién puede acabar con ella? La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida y si la vida es triste, un buen cuento siempre será un cuento triste”. Franz Kafka, que no fue precisamente una persona muy alegre y dicharachera, defendía que “necesitamos los libros que nos afectan como un desastre, que nos afligen profundamente. Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?”. El crítico literario José María Guelbenzu ya lo dijo una vez de forma tajante: “No hay protagonistas felices en la literatura porque la infelicidad genera conflicto dramático. Conviene abrazar el éxtasis melancólico para hacer estallar la creatividad”.
Pese a estos elogios de la tristeza, vivimos en una sociedad que defiende el mismo refrán: “no estés triste”, “no pongas esta cara de pena”, etcétera. Está mal vista. Se le considera claramente como enemiga de la felicidad, que es lo único que vale, el bien supremo a conseguir. ¿No se estaría cometiendo un craso error al querer eliminar la tristeza de nuestras vidas? Eric C. Wilson, profesor de la Universidad de Wake Forest (EE.UU.) cree que sí. Y por las razones expuestas antes: porque es creativa. Publicó un ensayo titulado Elogio de la melancolía (Taurus). “Es posible que no estemos lejos de acabar con la musa que ha inspirado una gran parte de las bellas artes, de la poesía, de a la música: aniquilando la melancolía. En cambio, la obsesión por la felicidad podría conducir a la extinción súbita del impulso creativo”.
Para Wilson, “sólo se puede experimentar la belleza cuando tenemos el melancólico presentimiento de que todas las cosas del mundo se acaban”. En su opinión, “la felicidad alimenta lo insulso, nos priva de la capacidad de percibir los matices, por tanto nos convierte en seres banales”. Su tesis es que el hombre pesimista, triste y melancólico, siempre que no caiga en la depresión, jamás se sentirá cómodo con el orden establecido. “El gen de la melancolía es el código de la innovación. Impulsa una nueva comprensión. Alienta nuevas formas de concebir y denominar conexiones. Desemboca en un cuestionamiento activo del presente, en un deseo perpetuo de crear nuevas formas de ser y de ver. Estar contra la felicidad, evitar la satisfacción es estar cerca de la dicha, abrazar el éxtasis. Ser incompleto es llamar a la vida”. ¿De verdad es así?
Algunos ejemplos refuerzan esta tesis. Virginia Woolf consideraba que su nerviosa melancolía era su más poderosa inspiración. Alrededor de 1913 escribió: “Como experiencia, la locura es magnifica. En su magma sigo encontrando la mayoría de las cosas sobre las que escribo. En las sombras, cuando me hundo en el pozo, nada me protege del asalto de la verdad”. Georg Friedrich Haendel escribió su obra maestra, El Mesías , en el punto más bajo de su vida. En precarias condiciones de salud, en un piso destartalado de Londres, recibió un día un librito sobre Jesús y, en el túnel en que se encontraba, sacó las fuerzas para componer durante veinticuatro días seguidos casi sin dormir. Bruce Springsteen grabó el álbum Nebraska, un tema sobre un joven asesino que confiesa sus crímenes con desolación. Considerado como uno de sus mejores trabajos, lo escribió en un momento de profunda tristeza y de cuestionamiento personal, que lo llevará a la psicoterapia. “Las personas a quienes algo les reconcome son más interesantes que las que están simplemente contentas”, dijo. Y en su último libro (El impostor (Random House)) Javier Cercas confiesa que se puso a escribir la obra después de vivir un periodo de profunda tristeza, en la que se despertaba las mañanas llorando y estaba bloqueado por el miedo.
Existen algunos experimentos en psicología que confirman la asociación positiva entre tristeza y agudeza intelectual. En un caso célebre, llevado a cabo por el profesor australiano Joe Forgas, estudioso del impacto de las emociones en la conducta, se hizo visitar una tienda a dos grupos de personas. El primero en un día solar y con música alegre de fondo (canciones de Gilbert O’Sullivan). El otro en un día frío y escuchando una música melancólica (Réquiem de Verdi). Se colocaron unas figuritas de soldados animales y automóviles cerca de la caja registradora. Cuando salían de la tienda, se les pidió a los individuos que mencionaran la mayor cantidad de objetos que recordasen. Pues bien, los del segundo grupo recordaban mejor y con más detalles lo que había dentro. Forgas ha llegado a la conclusión de que los melancólicos tienen mejor memoria. “Los tristes son más conscientes de su entorno, mientras que la gente alegre simplemente se deja llevar por la corriente”.
En la misma línea, Modupe Akinola y Wendy Berry Mendes, de la Universidad de Harvard, en un trabajo titulado El lado oscuro de la creatividad, pidieron a un grupo de estudiantes que dieran un corto discurso sobre cómo le gustaría que fuera el trabajo de sus sueños. A unos se les criticó, a los otros se les dio la enhorabuena. Tras medirles los niveles de la hormona del estrés, se comprobó que los que recibieron sonrisas estaban de buen humor y los que habían recibido críticas, estaban algo tristones. A continuación, les dieron materiales para que hicieran un collage. Una vez más, los tristes fueron los que hicieron las mejores creaciones. “El rechazo social produce una poderosa introspección y pensamiento dirigido al detalle. Una de las posibles explicaciones es que la evaluación social negativa incrementa la creatividad porque la gente se exige mayor esfuerzo y trabaja más duro”, fue su conclusión.
En otro experimento, Forgas comprobó lo siguiente: en un videojuego, se pedía a los participantes que disparasen a todos personajes que llevasen un arma. En un segundo momento, a algunas de estas figuras se les añadió un turbante, al estilo de guerrillero islámico: inmediatamente estas figuras pasaron a recibir más balas. Esta tendencia, sin embargo, no era tan evidente entre las personas tristes, que se dejaban influir menos por las apariencias e iban corrigiendo el tiro. “Cuando estás triste tomas un poco de perspectiva. La tristeza es como una señal: te dice no empujes, adáptate, presta atención”, escribe Forgas. Herbert Bless, de la Universidad alemana de Heidelberg, también ha estudiado qué es lo que se recuerda de la información sobre el carácter de una persona. Se leyeron a unos voluntarios unos textos con distintas apreciaciones sobre la personalidad de un individuo. Después de analizar las respuestas, Bless llegó a la misma conclusión: “los estereotipos tienen más impacto en el juicio que se forman los individuos de buen humor que en las personas tristes, que están más predispuestas a procesar información nueva cuando la situación se percibe como problemática. En cambio, si la situación parece segura, las personas confían más en las estructuras existentes”. Es decir: que los tristones piensan más con su cabeza.
Cabe preguntare cuál es la verdadera función de la tristeza. ¿Un rato a evitar, como defiende la filosofía más optimista? ¿Una fuente de inspiración creativa? ¿Un simple estado de ánimo del ser humano? Charles Darwin, en su libro La expresión de las emociones en el hombre y en los animales (1872) la consideraba una de las emociones básicas más útiles del hombre. Para Antonio Cano, catedrático de psicología de la Universidad Complutense y presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés, “la tristeza es una emoción adaptativa. Si no fuera necesaria, ya la habríamos perdido en el curso de la evolución humana. Es como el miedo. Sirve para elaborar pérdidas o una ruptura con nuestros objetivos, pero, al mismo tiempo nos hace replantear el futuro. Es un bajón, pero nos hace ver las cosas de otra manera”. En este sentido, Jerome Wakefield, autor del libro The loss of sadness (pérdida de la tristeza), estima que la tristeza desempeña un papel crucial: nos ayuda a aprender de nuestros errores. “Creo que una de las funciones de las emociones negativas intensas consiste en parar nuestro funcionamiento normal, para ayudarnos a enfocarnos sobre algo diferente, aunque sea por un momento”.
Un poco de tristeza, por lo tanto, es positiva. Uno toma conciencia de uno mismo, se da cuenta del valor de las cosas y de lo que se ha perdido. Se hace balance de errores y aciertos y se les da el peso que se merecen. Ayuda a conocerse. Permite mantener la energía en un momento difícil para salir a flote después con las ideas más claras y con energía renovada para el cambio. En una palabra: es creativa. “En la psicología actual se tiende a rechazar las emociones negativas, porque, supuestamente generan malestar. Pero la vida no puede ser totalmente neutra. Yo no puedo decir: ‘no me afecta nada’. Al contrario, hay que aprender de la situación traumática. Sin tristeza no sobreviviríamos, no nos daríamos cuenta de que estamos en una situación de peligro. La vida no es sólo felicidad, no es sólo risas”, subraya Antonio Cano.
Sí que es posible utilizar la tristeza en su favor. Una posible salida, como hicieron los grandes artistas mencionados anteriormente que sublimaron sus penas con sus creaciones, es traducir estos sentimientos negativos en una obra. Pero incluso si no se tiene ningún talento especial, vivir un mal momento puede llegar a ser, en perspectiva, algo beneficioso. Enrique Rojas, catedrático de Psiquiatría, director del instituto de investigaciones psiquiátricas de Madrid y autor de varios libros (el último es Cómo superar la ansiedad (Temas de Hoy) señala que antes hay que procurar valorizar la tristeza con el tiempo, que cura todas las heridas. “Con el paso de los días, la tristeza se transforma en la gran educadora de la persona, si se sabe sacar la lección de ella. En psicología se habla, en este sentido, de resiliencia. Porque lo que ayuda a crecer son las derrotas, los fracasos, los sinsabores. La piedra de toque para ascender en la vida es el sufrimiento, el enfrentarse a una sorpresa de que algo que se esperaba se ha torcido”, defiende este experto. ¿La tristeza es, entonces, el primer paso para lograr la felicidad?
De alguna manera, sí. “La condición esencial es no tener rencor. Porque el rencor nos impide olvidar y hace que nos sintamos dolidos. La felicidad, en el fondo, consiste en gozar de una buena salud y una mala memoria”, sostiene Rojas. Uno de los aspectos más destacables de la tristeza es que nos obliga a pedir ayuda a los demás. Los otros pueden ser un apoyo muy válido porque con las respuestas de consuelo que se reciban, se fomentan y se recuperan vínculos afectivos. “La tristeza produce empatía en el seno de un grupo. No hay que olvidar que somos seres sociales”, dice Antonio Cano, que cita en propósito un ejemplo realmente ocurrido. Varios meses después de los atentados del 11-S, se produjo una ola de divorcios entre las parejas de los bomberos de Nueva York. Se descubrió, en efecto, que la solidaridad que había despertado la tragedia entre las víctimas del atentado terrorista llegó hasta extremos insospechables: los bomberos, de tanto consolar a las viudas, se enamoraron de ellas.
Ahora bien, una cosa es estar triste, otra padecer depresión. “La tristeza dura unos días y es un jalón que la naturaleza le hace a tu humanidad para que recuperes energía, hagas un alto y pienses mejor las cosas. A la tristeza hay que decirle: ‘Hola amiga, hagamos un retiro juntas y miremos que hay dentro de mi’. Tu organismo se lentifica para tomar conciencia. En la tristeza aún te sirven los amigos, no te quieres aislar y funcionas a media máquina, pero funcionas. Por el contrario, la depresión es una enfermedad, dura bastante tiempo (meses), tus áreas de desarrollo se bloquean, tu sistema se desorganiza nada tiene sentido y el placer se reduce. Y lo peor, ya no te quieres y hay un sentimiento profundo de autodestrucción. De la depresión hay que escapar”, escribe el terapeuta Walter Riso. Para Enrique Rojas, “la tristeza normal produce la lucidez del perdedor y la nitidez de la distancia y una mirada hacia el futuro. La tristeza depresiva es el ánimo embotado, a la baja, y mirando hacia el pasado. La primera reinventa la vida, la segunda sabe a derrota sin remontada”.
Ir en busca de la felicidad evitando o esquivando tristeza, paradójicamente… nos lleva a la infelicidad. “En los últimos veinte años se ha hablado más de la felicidad que en los dos siglos anteriores”, admite Rojas. “Mi receta consiste en tener una personalidad estructurada, un proyecto de vida, amor, amistad, cultura, trabajo. Pero la píldora de la felicidad, asumiendo que exista, tiene que ser la coherencia, es decir una concordancia entre lo que digo y lo que hago. Y comprobar que se ha hecho el mejor bien posible y el menor mal consciente”, afirma. ¿Y el amor? Tampoco se escapa. “No hay felicidad sin amor, pero tampoco hay amor sin renuncia”, dice. Toca sufrir.
.............................................
OTRO ASUNTO en Perroflautas del Mundo: La enfermedad de la positividad desbordante // Asun Pié Balaguer
Grandes expresiones y formas artísticas han nacido desde el desánimo y las horas bajas. Los grandes protagonistas de la cultura de nuestro tiempo siempre hicieron alarde de su tristeza, como gran aliada para la creación. Según Flaubert, sólo si uno era un perfecto idiota podía decirse “crónicamente feliz” Baudelaire reconocía estimar su mal humor, porque la felicidad hacía “perder la tensión del alma”. A su vez, Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs reunieron veinticuatro relatos en un libro, Antología del cuento triste (Alfaguara), que era toda una declaración de intenciones: “¿Quién quiere acabar con la tristeza? ¿O deberíamos decir: quién puede acabar con ella? La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida y si la vida es triste, un buen cuento siempre será un cuento triste”. Franz Kafka, que no fue precisamente una persona muy alegre y dicharachera, defendía que “necesitamos los libros que nos afectan como un desastre, que nos afligen profundamente. Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?”. El crítico literario José María Guelbenzu ya lo dijo una vez de forma tajante: “No hay protagonistas felices en la literatura porque la infelicidad genera conflicto dramático. Conviene abrazar el éxtasis melancólico para hacer estallar la creatividad”.
Pese a estos elogios de la tristeza, vivimos en una sociedad que defiende el mismo refrán: “no estés triste”, “no pongas esta cara de pena”, etcétera. Está mal vista. Se le considera claramente como enemiga de la felicidad, que es lo único que vale, el bien supremo a conseguir. ¿No se estaría cometiendo un craso error al querer eliminar la tristeza de nuestras vidas? Eric C. Wilson, profesor de la Universidad de Wake Forest (EE.UU.) cree que sí. Y por las razones expuestas antes: porque es creativa. Publicó un ensayo titulado Elogio de la melancolía (Taurus). “Es posible que no estemos lejos de acabar con la musa que ha inspirado una gran parte de las bellas artes, de la poesía, de a la música: aniquilando la melancolía. En cambio, la obsesión por la felicidad podría conducir a la extinción súbita del impulso creativo”.
Para Wilson, “sólo se puede experimentar la belleza cuando tenemos el melancólico presentimiento de que todas las cosas del mundo se acaban”. En su opinión, “la felicidad alimenta lo insulso, nos priva de la capacidad de percibir los matices, por tanto nos convierte en seres banales”. Su tesis es que el hombre pesimista, triste y melancólico, siempre que no caiga en la depresión, jamás se sentirá cómodo con el orden establecido. “El gen de la melancolía es el código de la innovación. Impulsa una nueva comprensión. Alienta nuevas formas de concebir y denominar conexiones. Desemboca en un cuestionamiento activo del presente, en un deseo perpetuo de crear nuevas formas de ser y de ver. Estar contra la felicidad, evitar la satisfacción es estar cerca de la dicha, abrazar el éxtasis. Ser incompleto es llamar a la vida”. ¿De verdad es así?
Algunos ejemplos refuerzan esta tesis. Virginia Woolf consideraba que su nerviosa melancolía era su más poderosa inspiración. Alrededor de 1913 escribió: “Como experiencia, la locura es magnifica. En su magma sigo encontrando la mayoría de las cosas sobre las que escribo. En las sombras, cuando me hundo en el pozo, nada me protege del asalto de la verdad”. Georg Friedrich Haendel escribió su obra maestra, El Mesías , en el punto más bajo de su vida. En precarias condiciones de salud, en un piso destartalado de Londres, recibió un día un librito sobre Jesús y, en el túnel en que se encontraba, sacó las fuerzas para componer durante veinticuatro días seguidos casi sin dormir. Bruce Springsteen grabó el álbum Nebraska, un tema sobre un joven asesino que confiesa sus crímenes con desolación. Considerado como uno de sus mejores trabajos, lo escribió en un momento de profunda tristeza y de cuestionamiento personal, que lo llevará a la psicoterapia. “Las personas a quienes algo les reconcome son más interesantes que las que están simplemente contentas”, dijo. Y en su último libro (El impostor (Random House)) Javier Cercas confiesa que se puso a escribir la obra después de vivir un periodo de profunda tristeza, en la que se despertaba las mañanas llorando y estaba bloqueado por el miedo.
Existen algunos experimentos en psicología que confirman la asociación positiva entre tristeza y agudeza intelectual. En un caso célebre, llevado a cabo por el profesor australiano Joe Forgas, estudioso del impacto de las emociones en la conducta, se hizo visitar una tienda a dos grupos de personas. El primero en un día solar y con música alegre de fondo (canciones de Gilbert O’Sullivan). El otro en un día frío y escuchando una música melancólica (Réquiem de Verdi). Se colocaron unas figuritas de soldados animales y automóviles cerca de la caja registradora. Cuando salían de la tienda, se les pidió a los individuos que mencionaran la mayor cantidad de objetos que recordasen. Pues bien, los del segundo grupo recordaban mejor y con más detalles lo que había dentro. Forgas ha llegado a la conclusión de que los melancólicos tienen mejor memoria. “Los tristes son más conscientes de su entorno, mientras que la gente alegre simplemente se deja llevar por la corriente”.
En la misma línea, Modupe Akinola y Wendy Berry Mendes, de la Universidad de Harvard, en un trabajo titulado El lado oscuro de la creatividad, pidieron a un grupo de estudiantes que dieran un corto discurso sobre cómo le gustaría que fuera el trabajo de sus sueños. A unos se les criticó, a los otros se les dio la enhorabuena. Tras medirles los niveles de la hormona del estrés, se comprobó que los que recibieron sonrisas estaban de buen humor y los que habían recibido críticas, estaban algo tristones. A continuación, les dieron materiales para que hicieran un collage. Una vez más, los tristes fueron los que hicieron las mejores creaciones. “El rechazo social produce una poderosa introspección y pensamiento dirigido al detalle. Una de las posibles explicaciones es que la evaluación social negativa incrementa la creatividad porque la gente se exige mayor esfuerzo y trabaja más duro”, fue su conclusión.
En otro experimento, Forgas comprobó lo siguiente: en un videojuego, se pedía a los participantes que disparasen a todos personajes que llevasen un arma. En un segundo momento, a algunas de estas figuras se les añadió un turbante, al estilo de guerrillero islámico: inmediatamente estas figuras pasaron a recibir más balas. Esta tendencia, sin embargo, no era tan evidente entre las personas tristes, que se dejaban influir menos por las apariencias e iban corrigiendo el tiro. “Cuando estás triste tomas un poco de perspectiva. La tristeza es como una señal: te dice no empujes, adáptate, presta atención”, escribe Forgas. Herbert Bless, de la Universidad alemana de Heidelberg, también ha estudiado qué es lo que se recuerda de la información sobre el carácter de una persona. Se leyeron a unos voluntarios unos textos con distintas apreciaciones sobre la personalidad de un individuo. Después de analizar las respuestas, Bless llegó a la misma conclusión: “los estereotipos tienen más impacto en el juicio que se forman los individuos de buen humor que en las personas tristes, que están más predispuestas a procesar información nueva cuando la situación se percibe como problemática. En cambio, si la situación parece segura, las personas confían más en las estructuras existentes”. Es decir: que los tristones piensan más con su cabeza.
Cabe preguntare cuál es la verdadera función de la tristeza. ¿Un rato a evitar, como defiende la filosofía más optimista? ¿Una fuente de inspiración creativa? ¿Un simple estado de ánimo del ser humano? Charles Darwin, en su libro La expresión de las emociones en el hombre y en los animales (1872) la consideraba una de las emociones básicas más útiles del hombre. Para Antonio Cano, catedrático de psicología de la Universidad Complutense y presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés, “la tristeza es una emoción adaptativa. Si no fuera necesaria, ya la habríamos perdido en el curso de la evolución humana. Es como el miedo. Sirve para elaborar pérdidas o una ruptura con nuestros objetivos, pero, al mismo tiempo nos hace replantear el futuro. Es un bajón, pero nos hace ver las cosas de otra manera”. En este sentido, Jerome Wakefield, autor del libro The loss of sadness (pérdida de la tristeza), estima que la tristeza desempeña un papel crucial: nos ayuda a aprender de nuestros errores. “Creo que una de las funciones de las emociones negativas intensas consiste en parar nuestro funcionamiento normal, para ayudarnos a enfocarnos sobre algo diferente, aunque sea por un momento”.
Un poco de tristeza, por lo tanto, es positiva. Uno toma conciencia de uno mismo, se da cuenta del valor de las cosas y de lo que se ha perdido. Se hace balance de errores y aciertos y se les da el peso que se merecen. Ayuda a conocerse. Permite mantener la energía en un momento difícil para salir a flote después con las ideas más claras y con energía renovada para el cambio. En una palabra: es creativa. “En la psicología actual se tiende a rechazar las emociones negativas, porque, supuestamente generan malestar. Pero la vida no puede ser totalmente neutra. Yo no puedo decir: ‘no me afecta nada’. Al contrario, hay que aprender de la situación traumática. Sin tristeza no sobreviviríamos, no nos daríamos cuenta de que estamos en una situación de peligro. La vida no es sólo felicidad, no es sólo risas”, subraya Antonio Cano.
Sí que es posible utilizar la tristeza en su favor. Una posible salida, como hicieron los grandes artistas mencionados anteriormente que sublimaron sus penas con sus creaciones, es traducir estos sentimientos negativos en una obra. Pero incluso si no se tiene ningún talento especial, vivir un mal momento puede llegar a ser, en perspectiva, algo beneficioso. Enrique Rojas, catedrático de Psiquiatría, director del instituto de investigaciones psiquiátricas de Madrid y autor de varios libros (el último es Cómo superar la ansiedad (Temas de Hoy) señala que antes hay que procurar valorizar la tristeza con el tiempo, que cura todas las heridas. “Con el paso de los días, la tristeza se transforma en la gran educadora de la persona, si se sabe sacar la lección de ella. En psicología se habla, en este sentido, de resiliencia. Porque lo que ayuda a crecer son las derrotas, los fracasos, los sinsabores. La piedra de toque para ascender en la vida es el sufrimiento, el enfrentarse a una sorpresa de que algo que se esperaba se ha torcido”, defiende este experto. ¿La tristeza es, entonces, el primer paso para lograr la felicidad?
De alguna manera, sí. “La condición esencial es no tener rencor. Porque el rencor nos impide olvidar y hace que nos sintamos dolidos. La felicidad, en el fondo, consiste en gozar de una buena salud y una mala memoria”, sostiene Rojas. Uno de los aspectos más destacables de la tristeza es que nos obliga a pedir ayuda a los demás. Los otros pueden ser un apoyo muy válido porque con las respuestas de consuelo que se reciban, se fomentan y se recuperan vínculos afectivos. “La tristeza produce empatía en el seno de un grupo. No hay que olvidar que somos seres sociales”, dice Antonio Cano, que cita en propósito un ejemplo realmente ocurrido. Varios meses después de los atentados del 11-S, se produjo una ola de divorcios entre las parejas de los bomberos de Nueva York. Se descubrió, en efecto, que la solidaridad que había despertado la tragedia entre las víctimas del atentado terrorista llegó hasta extremos insospechables: los bomberos, de tanto consolar a las viudas, se enamoraron de ellas.
Ahora bien, una cosa es estar triste, otra padecer depresión. “La tristeza dura unos días y es un jalón que la naturaleza le hace a tu humanidad para que recuperes energía, hagas un alto y pienses mejor las cosas. A la tristeza hay que decirle: ‘Hola amiga, hagamos un retiro juntas y miremos que hay dentro de mi’. Tu organismo se lentifica para tomar conciencia. En la tristeza aún te sirven los amigos, no te quieres aislar y funcionas a media máquina, pero funcionas. Por el contrario, la depresión es una enfermedad, dura bastante tiempo (meses), tus áreas de desarrollo se bloquean, tu sistema se desorganiza nada tiene sentido y el placer se reduce. Y lo peor, ya no te quieres y hay un sentimiento profundo de autodestrucción. De la depresión hay que escapar”, escribe el terapeuta Walter Riso. Para Enrique Rojas, “la tristeza normal produce la lucidez del perdedor y la nitidez de la distancia y una mirada hacia el futuro. La tristeza depresiva es el ánimo embotado, a la baja, y mirando hacia el pasado. La primera reinventa la vida, la segunda sabe a derrota sin remontada”.
Ir en busca de la felicidad evitando o esquivando tristeza, paradójicamente… nos lleva a la infelicidad. “En los últimos veinte años se ha hablado más de la felicidad que en los dos siglos anteriores”, admite Rojas. “Mi receta consiste en tener una personalidad estructurada, un proyecto de vida, amor, amistad, cultura, trabajo. Pero la píldora de la felicidad, asumiendo que exista, tiene que ser la coherencia, es decir una concordancia entre lo que digo y lo que hago. Y comprobar que se ha hecho el mejor bien posible y el menor mal consciente”, afirma. ¿Y el amor? Tampoco se escapa. “No hay felicidad sin amor, pero tampoco hay amor sin renuncia”, dice. Toca sufrir.
.............................................
OTRO ASUNTO en Perroflautas del Mundo: La enfermedad de la positividad desbordante // Asun Pié Balaguer
No hay comentarios:
Publicar un comentario