Álvaro García Sánchez 18 de octubre de 2023
Todas las mañanas, a las nueve y media, Luis Gudiño entra al Hogar del Pensionista de Portmán (La Unión, Región de Murcia) andando muy despacio, ligeramente encorvado, y espera, sentado en una mesa de mármol, sin quitarse todavía la boina de la cabeza, a que vengan sus amigos. Ha quedado con ellos para jugar al dominó. Gudiño, que ahora cuenta con 81 años, pisó por primera vez el pueblo a los 17. Había llegado desde Badajoz para trabajar en las minas de Peñarroya, la empresa que controlaba su explotación. Es el único minero, dice, que todavía queda vivo en Portmán. Sus amigos, que llegan a la vez y se sientan y piden descafeinados y vasos de agua lo corroboran. Todos ellos fueron trabajadores de Peñarroya, aunque Luis agotaba sus jornadas, al principio, a cientos de metros de profundidad, picando sin apenas descanso sobre la roca húmeda y oscura de las galerías.
Aquellos trabajos que ahora se antojan tan antiguos concluyeron hace más de tres décadas, a principios de los noventa, y dieron comienzo hace más de seis, pero todos los recuerdan como si hubiesen sucedido hace apenas unas semanas. Manuel Martínez, compañero de Luis durante algunos años en las canteras y las voladuras, derrama en la mesa un juego de fichas de dominó. Es más fácil recordarlos, dice, porque todos los días ve, desde su casa, desde la calle, desde el mismo Hogar del Pensionista, sus crueles estragos. “El pueblo está así desde que cortaron las minas. Desde mucho antes, desde los 50 o los 60. Había una bahía inmensa y poco a poco fue desapareciendo”, cuenta Gudiño.
Para llegar a la localidad hay que recorrer una carretera sinuosa que atraviesa la sierra minera de Cartagena y de La Unión. Hay, a ambos lados de la calzada, durante todo el trayecto, construcciones derrumbadas, carteles descoloridos y oxidados que advierten de pozos mineros, zanjas gigantescas que encierran charcas de un rojo tan intenso como el de la sangre, grúas y torres metálicas corroídas como espectros en medio de la nada. Desde lo alto de la carretera se ve el mar entre dos montañas en las que apenas crece vegetación: es una lámina luminosa y azul que se pierde en el horizonte.
Cuando el camino comienza a descender, sin embargo, se capta de pronto la realidad. Basta un golpe visual: el agua debería llegar hasta Portmán, hasta las primeras casas del pueblo; debería ocupar una bahía que tiene la forma de una perfecta concha. Pero hay, en su lugar, un largo trecho de tierra seca y gastada, de arena negruzca, de balsas que contienen residuos abandonados a la intemperie. Ese paisaje es producto, cuentan todos, manoseando las fichas, colocándolas sonoramente sobre el mármol, de los lodos que Peñarroya vertió al mar durante más de 30 años. “Los tiraban a través de unos tubos enormes”, explica Luis, haciendo gestos exagerados con los brazos. “Los llamábamos los chorros”.
“Ése fue el gran fallo que hubo aquí. Echar los chorros al agua. Nunca debió haber sucedido eso”, dice Antonio Pérez, mientras apunta a bolígrafo en un folio quién va ganando las sucesivas partidas. “Pero estábamos en el régimen franquista. No podíamos decir nada”, afirma. Él fue camionero de Peñarroya. Cuenta que, día y noche, sin cesar, había camiones que, como hormigas concienzudas, transportaban ingentes cantidades de tierra hacia el lavadero de Portmán, que fue, a fin de cuentas, el auténtico perpetrador del desastre. Era el más grande de Europa. Allí se separaban los minerales de la tierra con un sofisticado método: la flotación. Después se desechaba en la bahía el barro que sobraba. “Cuando pasó el tiempo y prohibieron la actividad en las minas, en los noventa”, continúa Antonio, “la gran mayoría del pueblo se quedó sin trabajo. Muchos tuvieron que emigrar, y el paisaje, lo que conocíamos desde niños, había cambiado para siempre. La playa se quedó colmatada. Desapareció”, explica. “La minería se comió el mar”, sentencia Gudiño, justo antes de cerrar la partida y volver a mezclar las fichas para comenzar otra (...)
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