El sociólogo analiza las potencialidades de los huertos urbanos para pensar un modelo de ciudad capaz de hacer frente a la crisis ecosocial.
José Luis Fernández Casadevante, 'Kois', en un huerto urbano de Vallecas.El sociólogo José Luis Fernández Casadevante, Kois (Madrid, 1978) es un experto internacional en soberanía alimentaria. En su último ensayo, Huertopías. Ecourbanismo, cooperación social y agricultura (Capitán Swing, 2025), hace un recorrido sobre la práctica agrícola en las ciudades. Frente a las distopías y otras narrativas de colapso que tienen lugar en el actual contexto de crisis, el autor encuentra en los huertos urbanos una fórmula que nos permite imaginar futuros deseables que movilicen la acción política.
¿Son los huertos urbanos una cosa de hippies?
(Risas). No lo han sido a lo largo de la historia. Los movimientos contraculturales de los años setenta fueron el ancla del ecologismo en sus primeras expresiones. Ahí quizás sí se pueda vincular en cierto modo a los hippies, pero tanto el grueso cualitativo como
cuantitativo no lo es. Los huertos acogen una diversidad social enorme. Yo llevo 25 años participando en ellos y creo que es una de las fórmulas asociativas más inclusivas que conozco. No hay que llamar a una puerta. Uno puede asomarse y te invitan a entrar. A veces nos gusta caricaturizar las cosas y tienen el estereotipo de ser de hippies, pero son espacios muy amables y acogedores a esta diversidad.
Hablas de cómo los huertos han ejercido una función de resistencia, por ejemplo, en el movimiento LGTBIQ+.
Desde Epicuro hasta nuestros tiempos, los huertos han servido como refugios para reconstruir comunidades, de manera más marcada en contextos de crisis. Las comunidades oprimidas han encontrado en los huertos lugares en los que juntarse, organizarse y cuidarse. Este análisis también permite ver que, en realidad, no son algo nuevo, ya que llevan cumpliendo esta función desde hace siglos.
¿Hay ideología detrás de los huertos urbanos?
Creo que son un espacio poco ideologizado como tal, pero que, sin embargo, la propia tarea te obliga a desarrollar una suerte de valores cooperativos, de trabajar en común. Eso genera dinámicas de cuidado y de ayuda mutua. Esta es una de las grandezas de los huertos, que llamamos cosechas intangibles. Porque además de dar tomates, también aumenta las relaciones sociales y el bienestar emocional. Quizás no se suele explicitar tanto, pero es un aspecto muy relevante.
¿De qué manera responden los huertos urbanos a la crisis alimentaria?
En los huertos sembramos tomates, pero cosechamos relaciones sociales. Quizás no vamos a conseguir la autosuficiencia alimentaria ni abordar esta crisis a través de los huertos urbanos, pero pueden ser una herramienta estratégica. Su valor reside no tanto en que consigan dar de comer a todo el mundo, sino en que amplias capas de la población entren en contacto con esta problemática y conozcan alternativas. Participar en los huertos permite aprender otras políticas nutricionales, otras formas de alimentarse y conectar con otros modelos de consumo.
No somos conscientes de la vulnerabilidad que tiene el actual sistema alimentario, dependiendo de cadenas globales de suministro. Los estudios plantean que las personas que entran en los huertos acceden a productos más saludables, descubren que pueden reducir su consumo de carne y comienzan a preocuparse más por el origen de los alimentos o si son de estación. Son cambios en positivo que tienen lugar de manera comunitaria y colectiva.
¿Cuál es el rol que desempeñan los huertos urbanos en la actual crisis de la vivienda?
La agricultura urbana gana en contextos convulsos. Están presentes en la crisis del petróleo de los setenta, en las grandes crisis económicas, en la pandemia de la covid-19 y en los colapsos sociourbanísticos. Creo que no juega un papel central en crisis particulares como puede ser la de la vivienda, sino que entra de forma más estructural.
Si quisiéramos enfocar la crisis de la vivienda de una manera integral con una perspectiva ecosocial, tenemos que hablar de cómo llevar a los barrios populares desfavorecidos la rehabilitación energética. También tenemos que hablar de políticas de construcción de vivienda social que incorporen en su diseño la creación de huertos, para que la gente de bajos ingresos pueda acceder a una alimentación ecológica, ya no de kilómetro 0, sino en el propio ascensor. Habría que empezar a concebir que en cualquier política de vivienda podríamos incluir estas cuestiones.
Pero las zonas verdes pueden ser un arma de doble filo. Menciona la greentrificación, una suerte de "gentrificación verde".
El concepto "gentrificación" ya se ha impuesto en nuestro vocabulario. Es la dinámica de expulsión de población que reside en un lugar porque se encarecen los alquileres y esto echa de sus barrios a las personas más precarias y vulnerables. Ahora los estudios más punteros y específicos observan qué papel juegan las zonas verdes, la naturalización y la mejora ambiental en este tipo de procesos.
¿Y qué papel juegan?
La ciudad no es una variable independiente. Por ejemplo, un parque de por sí no explica el proceso de greentrificación. Las zonas verdes se convierten en un elemento que acelera y agrava las tensiones cuando se desarrollan en zonas que ya están en disputa. En el caso de Madrid, llevar a cabo una regeneración urbanística en Villaverde, donde ahora mismo el mercado no tiene puesto el radar, no genera ese efecto. Por el contrario, sí lo acelera en el caso de Madrid Río.
¿Cómo determina este peligro la defensa de zonas verdes?
Tenemos que estar vigilantes. Cuando la renaturalización se hace de manera acrítica, puede provocar dinámicas de greentrificación. Estamos entre la espada y la pared. Cualquier elemento de mejora en un barrio se escapa del control de quienes la impulsan –sea un huerto, mejorar la convivencia, crear un atractivo cultural, etc.–. Pero renunciar a hacer mejoras en la ciudad y en la vida de la gente es bastante contradictorio. También hay una parte de responsabilidad de lo público. Las administraciones deben velar por que estas mejoras se hagan de la manera más fina posible e intentar anticipar las consecuencias no deseadas.
¿En qué consiste un urbicidio?
El término urbicidio se popularizó para hablar de la devastación en los enclaves urbanos durante los conflictos bélicos, especialmente a partir de las guerras yugoslavas. Tomar la ciudad es un elemento simbólico de destrucción porque no es imprescindible para ganar más terreno.
Pero haciendo una arqueología de las ideas, resulta que el concepto lo inventaron los movimientos vecinales de los años cincuenta y sesenta en Estados Unidos, cuando se enfrentan al desarrollo del automóvil. Hubo muchas protestas en ciudades como Nueva York porque se desalojaban a miles de personas y se demolían barrios enteros para hacer espacio para las carreteras. En ese contexto, la gente planteaba que el urbicidio no se perpetraba solo contra la ciudad, sino que también destruye comunidades vertebradas que habitan un territorio. Y cuando no se las destruye, se las echa o se las hace sentir cada vez más extrañas en su propio barrio. Puede haber urbicidio manteniendo una ciudad como un decorado. Nos quedamos con la fachada y tenemos una ciudad escaparate, pero no a las comunidades que dan vida a los barrios.
¿Cómo valora la política de izquierdas en la crisis ecosocial?
Estamos en un momento histórico en el que la derecha parece más sincera que la izquierda institucional. Si sabemos que vamos a vivir inevitablemente con menos recursos, menos energía y en entornos cada vez más adversos, a lo mejor no le podemos exigir al Gobierno que lleve a cabo unas medidas hiperaudaces, que a lo mejor no se entienden en el corto plazo y que son políticamente suicidas.
Entonces, ¿qué le podemos exigir?
Lo que sí le podemos exigir, como mínimo, es que sea sincera a la hora de abrir el gran debate ciudadano a nivel social de cuál es la verdadera crisis en la que estamos involucrados. Ya muchos documentos de la ONU hablan de "policrisis", es decir, que estamos ante unas situaciones en las que tenemos que abordar lo social, lo ecológico, lo energético y lo cultural de una manera integrada. No vamos a poder dar con soluciones por separado.
¿Cuál es la relación de la extrema derecha con un estilo de vida ecológicamente insostenible?
La derecha está siendo muy audaz en decirle a la población: "Vais a sufrir, va a haber dolor, pero después de esto, habrá merecido la pena". Este es el planteamiento de Javier Milei, por ejemplo. Sin embargo, desde la izquierda nos cuesta. Se dice que la ecología no vende políticamente. Al final, se necesita decirle a la gente que su estilo de vida no va a poder continuar en el futuro porque los recursos no dan. Y esto nos aboca a la idea de que hay población sobrante. La extrema derecha está diciendo –de manera menos explícita–: "Hagámonos grandes otra vez... los que podamos". Entonces corremos el riesgo de que estas derivas ecofascistas agraven las crisis.
¿Es por eso que la izquierda requiere de utopías (huertopías), aunque sean imperfectas?
Tenemos un problema con las narrativas. Por un lado, tenemos un monocultivo cultural de distopía: cogemos lo peor del presente, lo proyectamos al futuro y el resultado es aterrador. Por otro lado, tenemos un solucionismo tecnológico: la ciencia inventará algo y yo no tengo que hacer nada. Estas son las narrativas dominantes. Necesitamos movilizar un deseo alternativo para tener horizontes.
¿Cómo lo conseguimos?
Tenemos la responsabilidad de ofrecer imaginarios esperanzadores, no utopías cerradas que pueden ser perniciosas. Debemos contar con borradores de cómo es una ciudad en la que sea deseable vivir, que sea más justa, más inclusiva y más sostenible. Esto tendría que ser parte de nuestro repertorio, más allá de la protesta y la crítica.
También me gusta hablar de la mirada apreciativa. Observamos lo que hacemos y tenemos una gran capacidad de encontrarle las carencias, los fallos, las contradicciones, los sesgos... pero no hacemos el ejercicio contrario: ¿Cuáles son las potencialidades de lo que sí funciona? ¿Hasta dónde podrían llegar si contaran con apoyo institucional? En este marco, hay un margen enorme para soñar
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