(Publicado el 4/Febrero/2010 en LA TRINCHERA. Autor: Manuel Rubiales. PAQUITA) minombre.es/manuelrubiales/
A estas horas en las que escribo estas palabras no me es dificil imaginar que, en este mismo instante, en nuestro país, pueden estar cientos, (tal vez miles) de anónimos creadores, de artistas disimulados entre la multitud, dejándose engatusar por las musas y pariendo lo que, tal vez mañana, sean esas partituras, esos textos o esos lienzos por los que un mínimo porcentaje de ellos conseguirá sacar alguna rentabilidad que vaya más allá de la mera satisfacción artística o la simple necesidad de exteriorizar un mundo interior rebosante de creatividad. Lo que me cuesta muchísimo más imaginar es que exista uno sólo de esos artistas emergentes que, ante el desafío del “folio en blanco”, pueda estar calculando los beneficios que le pudiera generar su obra, por descubrir, en concepto de derechos de autor. La creatividad es otra cosa, es el acto íntimo del que nace ese extraño producto que comienza a tener vida propia desde el primer momento que es contemplado, disfrutado o consumido por el público, es esa mezcla de generosidad universal y egocentrísmo que brota del impulso, o de la genialidad, y emprende el camino que le lleva hasta la emoción del destinatario. Si de esa alquimia fabulosa, a la postre, alguien se puede ganar la vida, bienvenida sea la proeza. Pero esto no lo entiende así la SGAE, supongo, y se ha inventado la pirueta de burocratizar el producto del talento dejando al descubierto situaciones esperpénticas muy distantes del oficio creativo y, sospecho, demasiado próximas a ese mundo de los mercaderes donde no moran las musas, pero sí merodean los buitres. Estos días vengo a enterarme que el aparato recaudador de la SGAE ha pretendido cobrar unos 95 euros a unos escolares gallegos que iban a representar la lorquiana obra “Bodas de sangre”. Me parece surrealista. Las obras deben generar derechos a sus autores, es justo, pero hay un límite infranqueable, y es aquel en el que se pone freno a la difusión y el enriquecimiento del ser humano a través de la cultura con conductas que sólo sirven para distorsionar el origen, el sentido y el fin de la creación. Ya podrían empezar a comprender los señores de la SGAE que no todo el que usa el arte para algo lo hace con fines mercantilistas; no se debe cobrar nada de quien no va a obtener más que el beneficio del placer de abrazar con sus labios las palabras de Lorca. No seamos tan simples como para poner precio a lo que no lo tiene. Y ojalá estos chavales gallegos, por mérito de la SGAE, no se acaben aburriendo y cambiando el teatro por la videoconsola o el botellón sin ensayo.
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