(Publicado por Miguel Baquero el 8 de septiembre de 2009 en su Blog de nombre "A esto llevan los excesos"
Me gusta como escribe y me gusta lo que escribe. PAQUITA) miguel-baquero.blogspot.com/
Este fin de semana he vuelto por el pueblo, como una forma de ir “despresurizándome” poco a poco del monte, los paseos y la naturaleza alrededor, e ir integrándome en la rutina de los once meses que vienen entre edificios altos, bocas de metro, atascos, obras, telediarios… A veces pienso que la tragedia —ridícula, si se quiere, pero tragedia a fin de cuentas— del hombre contemporáneo es que tiene su paraíso particular a la vuelta de la esquina, a apenas un centenar de kilómetros de casa, cuando no a sólo una decena de paradas de metro, pero sea porque le da pereza, porque está muy ocupado, porque ha quedado con un amigo o porque está preparando una oposición, el caso es que pasan meses, años, y a veces toda la vida sin volver por allí.
Sobre estos paraísos próximos, y no sobre mitológicos Macondo, Región o Yonapatahawna —como se escriba—, aun siendo todos muy hermosos en su día, pienso yo que deberían hablar las novelas actuales. Pero en fin, es sólo una opinión y estaba hablando de que volví al pueblo el fin de semana.
Por la mañana temprano salimos de excursión hacia el Pozo de las Nieves. Se llama así porque es una especie de aljibe cubierto en la parte más sombría y gélida de la montaña, cerca de la cima. Antaño se amontonaba allí la nieve y unos paisanos subían con burros a llevársela a los pueblos limítrofes, para que, supongo, los vecinos de estos lugares comiesen helados, granizados y pudiesen echarse unos cubitos en el gin-tonic. Pero ya he dicho que esto es una suposición. Desde el puerto de Casillas surge una veredilla que, por la cuerda de la montaña, tras dos horas poco más o menos de camino, llega hasta el Pozo. En realidad, es una especie de cabaña en medio de una explanada, construida con grandes piedras en un estilo rustiquísimo, feo, quizás, por fuera, pero muy útil para que dentro se conserve la temperatura.
—Qué rasca hace aquí —exclamamos al abrir la puerta del Pozo.
Hoy, como es de suponer, ya no se arrastra hasta allí la nieve montaña abajo, ni se acumula dentro del pozo para que vengan a llevársela con burros. Desde que se inventó el frigorífico y desde que los camiones de Camy, Frigo y Miko surten de cornetes, frigopiés y truficonos a todo el planeta, ya no hay ninguna necesidad de estos apaños. Por eso, el aljibe está vacío; sólo guarda de su pasado esplendor una escalera de madera que baja hasta el fondo —tres o cuatro metros de bajada he calculado yo—; y, en una pequeña caseta anexa, un hogar donde hacer fuego y, colgada de un gancho, una sartén que tiene pinta de llevar allí desde el Cretácico Superior. Ese sería, imagino, el punto de reunión de los “neveros” que allá llegaran con sus burros; sentados en un poyete, se calentarían las manos en el fuego —aunque es verano, fuera hace un frío de importancia— y freirían en la sartén unos torreznillos mientras hablaban con sus compañeros de profesión:
—Y dices tú que eso del fútbol lo juegan once y un portero…
—No, diez y un portero.
—Joder, pues sí que es complicado.
Fuera de la cabaña hay una inmensa y preciosa explanada desde la que se contempla buena parte del Valle de Iruelas, con los buitres sobrevolando en amplios círculos sobre nosotros. Da un poco de… no sé cómo decirlo. En las laderas hay manadas de caballos, yeguas y potros semisalvajes. La verdad es que nunca he acabado de comprender la utilidad de estos caballos: la gente de por aquí los tiene “por tenerlos”, porque ni los monta, ni los unce, ni los cría, ni nada de nada; los deja sueltos a su sabor por el monte y alguna vez, cuando el propietario está aburrido, sube a ver cuántos tiene. A veces te encuentras a algún paisano de madrugada:
—Subo a ver a mis caballos —te dicen. Y con eso y echar la bonoloto, ya tienen la semana solucionada.
De vuelta del Pozo de las Nieves, me fijo en que a las márgenes del camino, a veces a la derecha, a veces a la izquierda, hay como unos montículos de piedras pequeñas, lascas planas y cantos rodados que parecen haber sido puestos unos encima de otros por una mano infantil, como un juego de construcción. Yo ya sé que esto es para señalizar el camino, que por lo estrecha que es la vereda el caminante podría perderse en la espesura y estos hitos le ayudan a orientarse. Pero me pregunto quién sería el primero que pondría allí esas piedras, la mano altruista que se preocupó por los que vinieran después. Generaciones y generaciones han pasado por delante de esas formaciones y cuando alguno se pregunta:
—¿Quién habrá puesto aquí estas piedras?
La respuesta habitual es: “Alguien”.
Eso ya lo sé yo, pero ¿te imaginas, amigo bloguero, que el primero que puso allí esas piedras se remontara a la noche de los tiempos?, ¿que los árabes, los godos, los romanos, los celtíberos pasaran por allí y todos se hicieran la misma pregunta?
—Quid cognum petrus colocavit?— se rascaría la nuca, intrigado, el centurión.
Pues entretenido en estas cosas he pasado yo el fin de semana.
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