Inger Enkvist, fotografiada en 2014.
P. J. Andersson / CC
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En el Congreso de los Diputados se viene hablando semana sí, semana también, sobre educación: de catedráticos de instituto a sindicatos de alumnos, pasando por exministros y representantes de escuelas llamadas libres por sus planteamientos frontalmente opuestos al sistema tal y como lo venimos conociendo, al menos, desde la Revolución Industrial. Todo con el supuesto objetivo de alcanzar lo que sería otra revolución, de menor importancia universal pero igualmente histórica: que los partidos que conforman el hemiciclo español se acaben poniendo de acuerdo en torno a un pacto de Estado por la educación que impida –supuestamente– que alguien lo cambie al día siguiente de ganar las elecciones.
Como dijo el diputado de ERC y miembro de la Comisión
de Educación Joan Olóriz, no sabemos si se llegará a algún pacto, pero
mientras tanto “estamos aprendiendo mucho”. El pasado 4 de abril
compareció ante los representantes políticos, como invitada experta, la
profesora sueca Inger Enkvist: hispanista, ensayista –autora de estudios
sobre Ortega y Gasset, Unamuno y María Zambrano, entre otros–-, ocupa
la Cátedra de Español de la Universidad de Lund y asesora al Ministerio
de Educación de su país. Enkvist vino a exponer su particular punto de
vista sobre el panorama educativo, pero sobre todo en torno a la
educación en sí como un proceso orgánico eminentemente humano. Es la
suya una visión incómoda, a priori, cuyos planteamientos
cuestionan tanto a quienes piden un replanteamiento total de la dinámica
y el enfoque en las aulas como a quienes siguen considerando la
educación como un proceso igualmente industrial, o casi, de productos
iguales y acabados en serie llamados alumnos.
Para Enkvist se trata no de producción sino de
artesanía; algo mucho más complejo que debe tener presente siempre que
tanto profesor como alumno son seres humanos únicos en sus aptitudes y
circunstancias, pero también que sin una altísima capacitación del
profesor y una mínima voluntad de esfuerzo por parte del alumno
–-derivada, en gran parte, del talento del primero para prender la
motivación-–, el proceso nunca será efectivo. El profesor es por ello,
en su opinión, la figura central del tablero, sobre la que debe pivotar
una conciencia social (de las familias y del Estado) que apoye el
proceso reduciendo en lo posible el número de palos en las ruedas a su
trabajo. Aunque todo tiene muchos, demasiados matices.
La hispanista no tiene, ni pretende tener, respuestas
para todo, pero su análisis bien merece ser escuchado. Hablamos con ella
después de su comparecencia, y desde el primer momento dejó claro, a
través del ejemplo de la tan nombrada Finlandia (el supuesto modelo a
imitar, el país, vecino del suyo, del que todo el mundo habla como
referente virginal en educación), que cuanta menos injerencia política
en cuestiones de educación, mejor: la política estatal en Finlandia –nos
explicaba en un castellano perfecto–, con una historia mucho más
difícil que la de Suecia en el siglo XX por la influencia de los
totalitarismos nazi y luego soviético, no tuvo tanto tiempo de pensar en
sistemas educativos, así que “dejaron trabajar a los profesores”, sin
demasiadas reformas. No les fue nada mal. Pero esto, aclara, tampoco es
“garantía de nada si el nivel de los profesores es bajo”.
Cuando la profesora habla de nivel conviene
tener en cuenta siempre que no habla, o no sólo, de baremos, de notas de
oposición, de ponderaciones estrictamente (discutiblemente)
cartesianas: habla de una formación integral que hace del profesor un
profesional capaz por ser, antes, una persona consciente de que el
conocimiento cultural no es una base de datos sino una forma de
comprensión profunda del mundo, imparta la materia que imparta [es culto precisamente
porque sabe muchas cosas, no sólo del libro de texto de este curso, así
como que todo en este mundo está interrelacionado]. Alguien respetable
por lo que aporta como persona y profesional, ergo respetado:
ahí radica su autoridad. Éste es el principal argumento de Enkvist para
confrontar (con mayor o menor razón) a quienes defienden que la escuela
tradicional de niños atornillados al pupitre oyendo/aguantando un
aluvión de información cercena de raíz la creatividad; empezando por la
motivación de saber para qué aprender lo que se supone que hay que aprender.
A cualquier niño del mundo le gusta hacer cosas,
muchas cosas: ¿no es un fracaso del sistema que en cuestión de un par de
años un ser de curiosidad infinita se convierta en un ente apático –en
el mejor de los casos– al que puede no interesarle nada, que no encuentra nada que
le motive lo suficiente para aprenderlo en profundidad? De nuevo, para
la docente sueca, el profesor: “Si el maestro no es una persona culta”,
responde, “si es incluso vulgar, es imposible que despierte en el niño
el interés por el conocimiento”, sea en la escuela que sea. Y “si el
maestro, la maestra, da a entender por su comportamiento que no le
interesa mucho su trabajo, que está ahí sólo por el sueldo, el niño sin
darse cuenta hará lo mismo”, es decir, “lo menos posible”. Si por el
contrario se encuentran con alguien realmente capacitado, que sabe y
sabe aplicarlo en la clase, el niño que no tiene esos modelos en casa,
el que tiene problemas (“con la televisión e internet mostrando modelos
negativos” además), verá en esa figura a un posible referente adulto a
imitar.
[Cabe recordar en este punto que, al menos en España,
la motivación de los profesores para entregarse tan pródigamente a su
trabajo está siendo asimismo cercenada por la política gubernamental,
con una progresiva precarización de su trabajo a través de bajadas de
sueldo, aumento de horas lectivas y multiplicación de burocracia a
rellenar que no deja mucho margen a la imaginación y la poesía tipo
Robin Williams en El club de los poetas muertos.]
Enkvist es francamente partidaria de los exámenes,
como evaluación continua e incluso como “motivación” para ver
materializado el esfuerzo; pero, de nuevo, ¿no debería tener el alumno
una motivación mucho más tangible, más ligada a la vida, que
rendir un examen, cumplir con un conocimiento muchas veces abstracto que
acaba olvidándose, nueve sobre diez, a la semana siguiente? (Sin contar
con la clasificación de la capacidad de un ser humano por un nota
determinada...) Lo de la vida, para esta profesora, es una “falacia”,
porque “todo sirve para la vida”. Pero para ella una prueba (aprenderse
para el viernes, por ejemplo, las capitales de Asia) no es sólo eso,
sino “proponerse una meta y cumplirla. Es una manera de auto-estructurar
el carácter y la voluntad. Y eso es para la vida”. “Aprender es una
recompensa en sí”.
Por lo demás –de nuevo el profesor–, “un buen maestro
sabe presentar las cosas de manera que el niño aprenda como un juego
intelectual, no como la recompensa de un caramelo si lo hace bien. El
buen maestro no establece distinción entre lo intelectual, lo social y
lo personal, porque una clase es también un grupo social. El
conocimiento es atractivo, es divertido, nos sirve” para todo. Por eso,
en su opinión, se respeta a un profesor que tiene en cuenta todo esto,
aunque los niños lo perciban sin ponerle nombre, porque “no es un
autómata” dispensando datos. “Los jóvenes se dan cuenta enseguida de
esto. Con un grupo de alumnos de ESO tienes diez minutos”, dice, no
sabemos si exagerando, para ganártelos o perderlos.
¿Deberían ser, por tanto, la élite? “Sin duda”. Es lo
que ocurre en Finlandia, donde “un alumno no encuentra nunca a un
representante de la escuela que no sea culto”, porque de aquellos que
solicitan el ingreso en la formación de profesores “sólo entran los
mejores”, en torno al 20% de los alumnos, los de las notas más altas,
igual que en Singapur. En ambos casos reciben una formación de varios
años para ser profesores que propicia que “ya sean buenos docentes antes
incluso de empezar a ejercer”. También cuentan con mentores, profesores
veteranos que les acompañan en los primeros años de trabajo para
aconsejarles. Por otra parte, los profesores “tienen una confianza
bastante alta en los funcionarios del Ministerio de Educación”: porque
han salido igualmente del mismo proceso de selección. “Son como ellos,
así que hay confianza mutua. Eso es envidiable”.
‘Disrupciones’
Respecto a la ESO, la docente sueca también tiene una opinión nada popular (el
adjetivo es suyo). Existe cierto paralelismo entre la actual enseñanza
secundaria obligatoria española –producto de la LOGSE aprobada por el
PSOE a principios de los ’90– y lo que ocurrió en su país también en los
últimos compases del siglo: hacia los años 70, dice, Suecia contaba con
altos niveles económicos y educativos, y una paz social “envidiada en
otros países”. Pero, ya que funcionaba tan bien, se trató de incentivar
el “igualitarismo”, pensando que no dañaría a la calidad de la
enseñanza. Se redujo la exigencia académica con el objetivo de que “todo
el mundo” pudiera cumplir los objetivos, incidiendo a la par “más en
los métodos que en los contenidos”. El resultado, para ella, es una
prueba de que con la mejor intención (de integrar al mayor número
posible de alumnos) se puede conseguir el efecto contrario: “No fue lo
mejor”, ni para los alumnos “con problemas” ni para los otros. Bajó el
nivel de todos, sencillamente.
Por ejemplo, en España sucede con frecuencia que un
alumno pueda ir pasando de curso “sin dar golpe” –por motivos diversos–
hasta la adolescencia, para encontrarse en el bachillerato con que tiene
que estudiar de verdad; incluso “chicos que llegan con buenas
notas”: de repente se les exige mucho mayor rendimiento, estando además
“seguros de que los profesores no ven lo magníficos que son. Entonces
hay llantos, crisis... Son ignorantes, convencidos además de que no lo
son. Esto es muy peligroso. De ninguna manera es un logro”.
“Es un sistema que perjudica a todos”, asegura Enkvist, precisamente por tratar de igualar sin
tener en cuenta que, por mucho que nos empeñemos, nadie es igual a
otro. Lo cual no tiene nada que ver con que todo el mundo tenga derecho a
tener las mismas oportunidades. “No funciona como estaba pensado. Se
pensaba que esto era lo justo, lo socialmente justo, pero no lo es”. Se
trata de un sistema “tan unificado que no permite variantes. ¿Dónde vas a
insertar al alumno que tiene dislexia, o problemas de concentración...
Si ofreces lo mismo a todo el mundo, sin contar con las capacidades
concretas, no estás teniendo en cuenta la realidad. Es cruel para todos,
también para los que no pueden aprender lo que podrían aprender. Lo
bueno sería que los niños aprendieran avanzando cada uno a su ritmo...”.
Pero a ver quién le pone el cascabel a ese gato.
También (tema espinosísimo) por lo que la corrección política ha dado ahora en llamar alumnos disruptivos:
es decir, los conflictivos de toda la vida, y en muchos casos no dejan
dar clase (porque no quieren estar ahí). Para la profesora sueca, un
alumno “no puede echar a perder la oportunidad de aprender de los demás.
Esto es algo que no se dice en voz alta porque parece excluyente, pero
nadie tiene el derecho a robarle a nadie su derecho a la educación”.
¿Qué hacer en estos casos, entonces? ¿Qué hacen en Suecia? También allí
“hay un tabú en general contra las intervenciones claras. Se intenta
hablar y hablar... Se intenta con un funcionario, luego con otro... Lo
difícil es aceptar que algunos no cambian por hablar”.
[Lo difícil, también, es aceptar que quizás no todo el
mundo tiene por qué querer estar ahí, o no tiene por qué consagrar su
tiempo a lo que no le interesa en absoluto. Aquí entraría otro asunto
pendiente, el (des)prestigio aún latente de la Formación Profesional, en
un país en que, de unas décadas a esta parte, todo el mundo parece
tener la obligación bíblica de hacer una carrera universitaria. El
diputado Olóriz Serra incidió también en cómo hacer atractiva esta vía
cuando no se cuenta con un tejido productivo que pueda dar muchas más
salidas de las actuales a quienes optasen por ello. Porque también
existen demasiados alumnos que, sin hacer ruido, pasan “con mucha pena”,
dice Enkvist, por años y años de escolarización: “Los hay que odian ir
al colegio cada día, y esto los políticos se lo toman con calma” –es
probable que ni siquiera lo vean.]
¿Sería partidaria, entonces, de la división de los
alumnos por niveles? (¿Y respecto a qué baremos? ¿A los estrictamente
académicos? De nuevo: ¿es un alumno más inteligente por saber responder
mejor a las preguntas de un examen?). Acecha la tan temida palabra segregación:
“Se puede hacer de diferentes maneras, manteniendo más o menos
cohesionada la franja de edad hasta los 11 años más o menos. Pero
después de eso, las diferencias entre los alumnos se agrandan; cualquier
profesor sabe que son muy diferentes en sus intereses, en su capacidad,
en su voluntad, en todo. Y añadiría que si uno quiere lo mejor para los
niños hay que mantener el orden en el aula para que puedan aprovechar
cada cual lo que pueda”.
En cualquier caso, para Enkvist “hay una falta de
claridad, no sólo en España sino en muchos países, sobre lo que tiene
que conseguir la escuela obligatoria. Hay muchas metas sociales, y mi
experiencia dice que las metas sociales se logran también con un claro
énfasis en las metas del conocimiento”. Y, en lo que respecta a nuestro
país, las ubicuas pasiones políticas terminan casi siempre por enfangar
lo esencial. No es que Escandinavia sea ningún Edén, pero el contraste
choca para alguien de allí: “Los españoles”, opina en voz baja, “se
están poniendo zancadillas a sí mismos continuamente con disputas
estériles, que además ya se han visto antes”.
Una pincelada de nuestro carácter, a través de los próceres de
nuestro pensamiento. Para la hispanista, después de diseccionar durante
años a los autores españoles, quedan claras tres cosas: nuestros
filósofos son “estéticos (todos quieren tener un estilo, valoran lo
estético más que lo puramente intelectual), muy personales (es imposible
confundir a Unamuno con Ortega y Gasset), y muy políticos todos”. Es
decir –podría decirse–: una estética furiosamente personal con la que
interpretarlo todo (en clave política). Pero quienes tienen que alcanzar
un pacto por la educación en España son exclusivamente políticos, no
estetas. “Aprendiendo mucho”, de momento, eso sí, en esta comisión.Autor: Miguel Ángel Ortega Lucas Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza (ficha policial).
CTXT. Orgullosos de llegar tarde a las últimas noticias.
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