Manuel Rivas · 19/10/2018
Hoy, a mediados de octubre, escribo ante un ventanal abierto que da a un jardín. Del nogal están cayendo las primeras nueces maduras. El aire, transparente y limpio después de la lluvia, viene cargado de ese olor que dejan tras de sí las tormentas cuando caen sobre lugares vegetales y que ahora se mezcla con el aroma del café que saboreo. Siento en mi cara el frescor de una mañana llena de sonidos leves de hojas que caen y de voces de pájaros que apenas alcanzo a observar entre las ramas de la glicinia.
Siento la belleza que me regalan la vista, el olfato, el oído, el sabor y el tacto.
Pero mi pensamiento vuela hacia otra belleza, esa que no depende de la estética, sino de la ética. Esa que no se busca en los colores y las formas, en las notas musicales o en los silencios que las separan.
Mi pensamiento vuela hacia esa belleza que hay que buscar en el bosque de los comportamientos humanos. Para su disfrute conviene observar y desbrozar cuidadosamente, según nos internamos en la selva social, esa maraña donde las apariencias no siempre se corresponden con las realidades.
Esa belleza fundamentada en la ética nace y se engrandece en la medida en que el objetivo del comportamiento humano se aleja de los intereses del yo y se centra en las necesidades de los otros. Y mientras más distantes, débiles y ajenos sean los otros, más brilla la belleza del sujeto que la regala.
Ahí están las personas verdaderamente bellas. Brillando en el bosque.
No se engañen, no estoy en plan poético. Esta reflexión es, también, política.
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