Juan Carlos Rodríguez Tur 19/7/2025
Imagen de archivo de Cala Bassa | Foto: PIF
Hay playas en Ibiza —Ses Salines, Cala Bassa, Platges de Comte, Cala d’Hort— donde los residentes ya no cabemos, es más, estorbamos. No por falta de espacio físico, sino por exceso de espectáculo. El paraíso, al parecer, admite de todo menos vida local. Hemos pasado de ser habitantes a convertirnos en una especie decorativa, ideal para el contraste exótico que cuentan los turistas enlatados cual sardina cuando regresan a sus lúgubres hogares.
Ses Salines, antaño refugio tranquilo, se ha transformado en una pasarela multinacional. Acceder exige paciencia, fe y unos cuantos euros en metálico. Una vez dentro, uno atraviesa un bosque de toallas idénticas, pareos industriales y vendedores ambulantes con actitud de franquicia. La arena es rentable, pero no habitable. Es un medio hostil para los ibicencos y un entorno ideal los horteras de cubata de garrafón en vaso de plástico.
En Cala Bassa las hamacas se alquilan como si fueran activos bursátiles y el agua se contempla desde la reserva previa, con una playa colonizada por tumbonas que exceden los límites impuestos por Costas. Hablar ibicenco allí resulta tan extravagante como llevar una fiambrera: signo inequívoco de que no perteneces a la jet set que acude allí para desplegar su fingida felicidad tras un selfie borroso. Lo auténtico se ha externalizado.
Y nosotros, los de aquí, servimos copas que no podemos pagar, limpiamos villas que nunca habitaremos y guiamos a turistas hacia rincones donde ya no hay espacio para nosotros. Nos han convertido en papel higiénico social, en atrezzo, en una imagen de postal: imprescindibles en la logística, invisibles en la narrativa, útiles hasta que molestamos. Ibiza no se ha perdido. Se ha alquilado por semanas. Y la fianza la pagamos nosotros
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