agosto 06, 2025

Mosaicos bizantinos: mucho más que arte, de Inés Monteira Rias

 Inés Monteira Rias, Instituto de Historia (CSIC)  20 de julio de 2025 

Sólo en Bizancio el culto a las imágenes llevó a guerras feroces entre sus partidarios y detractores.

El emperador Juan II Comneno y la emperatriz Irene junto a la Virgen con el Niño Jesús.





Las representaciones artísticas en Bizancio adquirieron una importancia nunca antes vista, llegando a ser motivo de disputas e incluso guerras. Sólo si recordamos que Bizancio es la única civilización en la que se llegó a asesinar masivamente por el empleo de las imágenes, se comprende la relevancia y significación que tuvo su uso. 

Desde los albores de este imperio teocrático en el siglo V, nacido como prolongación oriental del Imperio romano, el icono (la imagen sagrada) recibió tal difusión que llegó a erigirse como un dogma y, en cierto modo, como la máxima expresión de la fe y el poder imperial. Los iconos empezaron a ser adorados como si de la divinidad misma se tratase, en un proceso de divinización del objeto artístico que condujo a la querella de las imágenes. Esta pugna, conocida como crisis iconoclasta, comenzó en el año 726 enfrentando a los partidarios del culto a la imagen, los iconódulos, con los que veían en ella un herético elemento de idolatría, los iconoclastas, influidos por el Islam (que rechazaba la representación de figuras sagradas) y otras corrientes orientales.

La controversia se prolongó durante más de un siglo de destrucción masiva de imágenes, violencia, y terribles matanzas motivadas por el desacuerdo en cuanto a la legitimidad de estas representaciones. Por fin, en el año 843 se impusieron los iconódulos, que restauraron el arte figurado con su antigua fuerza.

El icono como mediador entre los hombres y la divinidad, como evocación de un mundo paralelo y espiritual, venía a distanciar a los fieles de la realidad, a fomentar la superchería y la fantasía en torno a la intervención de los santos en el mundo. Esto resultaba muy conveniente para las autoridades, permitiéndoles mantener su hegemonía a pesar de desigualdades, epidemias y hambrunas. El sometimiento a la religión impedía una sublevación del pueblo ante las élites religiosas y el basileus, soberano divino en tanto que representante de Dios en la tierra, modelo ejemplar de devoción y fervor piadoso.

EL MUNDO IRREAL DE LAS IMÁGENES

El arte bizantino creó figuras esquemáticas sobre fondos dorados como materialización del mundo eterno anhelado por los fieles. El mosaico fue el mejor medio de evocación de esa realidad divina. Este procedimiento artístico derivaba del romano, aunque difería del mismo al introducir vivos colores vidriados en las teselas (pequeñas piezas incrustadas que formaban el mosaico). De todos los acabados, era el de oro el más evocador de la luz del mundo trascendente, colocando a distintas alturas las pequeñas teselas para lograr que los reflejos áureos vibraran bajo la iluminación de las lámparas. Las escenas sobre fondos dorados tenían un aspecto irreal, reforzado por las figuras lineales, hieráticas e imponentes.

Basílicas como la de Santa Sofía de Constantinopla fueron enteramente recubiertas de mosaicos dorados, representando el ámbito celeste ante los ojos de los fieles. La suntuosidad, el brillo y el resplandor de las piedras y metales preciosos eran los indicadores de la presencia de Dios, y recubrían el ajuar y la indumentaria del emperador expresando su poder absoluto mediante un aspecto divino. El soberano y su esposa aparecían junto a los personajes sagrados, representados con los mismos trazos y ante un mismo fondo, incluidos en una idéntica realidad. Así se pretendía aludir a la espiritualidad de las figuras, al carácter divino de los gobernantes humanos. El pueblo humilde y pobre, sobrecogido ante tanto esplendor, sólo podía entender tan lujosa belleza en un contexto de divinidad.

Los mosaicos del emperador Justiniano y su esposa Teodora en San Vital de Ravena, del siglo VI, son la máxima manifestación de la divinización del poder terreno. A los lados del ábside dos paneles representan al emperador y a la emperatriz con su cortejo. Majestuosos, engalanados con joyas y piedras preciosas, su apariencia no se diferencia de la de san Vital o el Dios Creador del ábside. Estamos ante un arte simbólico que tiene por misión expresar el poder imperial y su origen divino.

El ábside de la iglesia de San Apolinar in Classe de Ravena, también del siglo VI, muestra de manera muy clara cómo un arte de aspecto realista puede llegar a ser completamente abstracto. El santo titular de la iglesia aparece con manos alzadas de orante en el centro, sobre un fondo verde y vegetal que resulta engañosamente naturalista, pues un árbol simboliza un bosque entero y una sola roca alude a todo el monte. 

El modo en que encontramos estos elementos parece más propio de un tratado de botánica que de una escena al aire libre. Los Apóstoles se encarnan en doce corderos que se disponen en línea en lugar de agruparse en rebaño. Arriba, Cristo transfigurado aparece en forma de cruz con piedras preciosas incrustadas. Se trata de un lenguaje sintético de gran hermetismo, sólo accesible para iniciados.

UN ARTE ABSTRACTO Y RICO

Cinco siglos después encontramos en la iglesia ateniense de Daphni un imponente Pantocrátor. La dureza de su mirada, su rígido gesto y el esquemático contorno de su mano nos sitúan ante un mundo intangible. El artista pretende huir de las apariencias reales para mostrar una presencia divina que juzga, implacable, el comportamiento humano. Las potentes formas de este Pantocrátor representan quizá las cotas más abstractas que el arte del mosaico alcanza en los siglos XI y XII.

Ciertamente, la propia técnica del mosaico se presta a la realización de figuras lineales y rígidas, pues dibujar con teselas de un único color lleva aparejada una considerable limitación de recursos estilísticos. Pero los artistas bizantinos consiguen sobrepasar los límites de la técnica, alcanzando calidades pictóricas dignas del más virtuoso pintor al óleo. El mosaico va cambiando con la mentalidad y, a medida que la imagen artística se hace más verosímil y naturalista, éste se embarca en la conquista del natural. 

Cristo Pantocrátor de la iglesia de Santa Sofía en Estambul. Mosaico realizado en el siglo XIII.


Resulta asombroso el dominio técnico que estos artistas llegan a adquirir, logrando efectos de relieve, claroscuro y expresión mediante la perfecta combinación, casi puntillista, de las piezas de piedra y cerámica. Así lo vemos en un panel de la déesis (la intercesión de la Virgen y de san Juan Bautista ante Cristo) del siglo XIII en Santa Sofía, donde Cristo y la Virgen contienen una inmensa expresividad en sus húmedos ojos y el Bautista presenta una barba incipiente extremadamente realista

Desde que nació en Roma, el mosaico había constituido la máxima expresión del refinamiento y la destreza artística, a lo que había de sumar el valor añadido por su coste material y la dificultad de elaboración. Pero más allá del desafío técnico que constituyó este lujoso procedimiento artístico, la conquista principal del mosaico consistió en representar el universo de Dios de un modo tan veraz y creíble que nadie pudiera dudar de su existencia.

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