Por Pablo Batalla Periodista 20/11/2025
Imagen de archivo Buenaventura Durruti.
Buenaventura Durruti también murió un 20 de noviembre: el de 1936, igual que José Antonio Primo de Rivera. Durruti fue importante; lo es. Un símbolo imperecedero de la resistencia antifascista, en España y el mundo entero. Doscientas cincuenta mil personas acompañaron su cortejo fúnebre. Hay una banda postpunk de Mánchester que se llama Durruti Column. Hay artículo de Wikipedia sobre Durruti en 43 idiomas. Pero nunca nos acordamos de él los veintes de noviembre porque Franco lo absorbe todo. Solo de él y, si acaso, de José Antonio nos acordamos. Se acuerdan sus partidarios, que organizan misas, excursiones a Cuelgamuros y otras celebraciones; pero el sangriento generalísimo también es monotema, aunque sea en negativo, del 20-N de sus detractores: un día del Orgullo Antifranquista que celebra a los que lucharon contra él y penaron y murieron a manos suyas, pero que sigue significando poner a Franco en el centro. Somos francotropistas; seguimos siéndolo cincuenta años después, incapaces de imaginarnos una España que no se construya con él o contra él; incapaces, por lo tanto, de imaginarnos una España sencillamente sin él. Cegados por el brillo de ese astro de la historia contemporánea de España, planetas inquebrantables de su sistema solar, ni siquiera nos acordamos de nuestros propios héroes; de aquellos que pudieron ser soles alternativos. Franco se los comió y, si los vemos, los vemos con una máquina de rayos X, con una ecografía, envueltos de Franco, de la omnipresencia de Franco.
Reivindicamos la recuperación de la memoria histórica. Pero tal vez habría que poner el acento en recuperación y no en memoria, pues es posible que, en realidad, no la estemos haciendo. Cuando se homenajea a la resistencia republicana, el tono casi siempre es trágico y martirial. La conmemoración de una muerte, la reivindicación de unos restos, el llanto desconsolado ante unas cenizas… y nada de la alegría ante una llama encendida, única tradición digna de tal nombre. Una memoria que da frío y no calor. Pensamos en la República y el republicanismo como algo muerto y enterrado. Es, paradójicamente, Isabel Díaz Ayuso quien lo ve vivo. Nosotros le respondemos que ya quisiéramos. Pensamos en aquellos referentes del pasado a los que admiramos y lo primero que se nos viene a la mente es su tumba, su fosa, su esquela, su obituario, su regreso del exilio; su rigor mortis si los mataron, y su melancolía si no murieron. Los espacios de su deceso y de su derrota, y no los de su vida y sus victorias. Nos cuesta más trabajo recrear la fiesta del libro mil de un ateneo obrero que la celda en la que Miguel Hernández murió de tuberculosis. Nos cuesta más trabajo imaginarnos a Miguel Hernández viviendo (a Miguel moviéndose, riéndose, no siendo una ceñuda foto de carné) que a Francisco Franco matándolo. Nos cuesta más trabajo recordar a Durruti —que no murió fusilado, sino por un accidente— que a los tocados directamente por el dedo fallecedor, pero al tiempo preservador, del déspota del Ferrol. Sabemos dónde estuvieron las tapias de fusilamiento de nuestra ciudad con mucha más frecuencia de lo que sabemos dónde estuvo la sede de la CNT. Me incluyo en el sabemos: yo, gijonés, sé dónde está la fosa del Sucu desde que entré a militar en la juventud comunista (íbamos a dejar flores cada 14 de abril), pero solo hace muy poco me enteré de dónde estuvo la sede del Consejo Soberano de Asturias y León: en la plaza más céntrica del centro de la ciudad, en un edificio que sigue existiendo, intacto. Y no tengo ni idea de dónde estaba la CNT.
Nada de esto es realmente memoria histórica, sino trauma histórico; esa variante de la amnesia que consiste en recordar obsesivamente una cosa, y ninguna otra. Y el trauma es muy comprensible, porque el golpe fue muy duro, pero hay que curarlo. No habrá Tercera República en España, no podrá haberla, mientras no lo curemos.
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