junio 14, 2019

Segundo de Bachillerato. Historia de España, de Javier Nix Calderón

Javier Nix Calderón ·    23/5/2019
Segundo de Bachillerato es un curso áspero, quien lo vivió lo sabe. Mi asignatura, Historia de España, no lo es menos. En nueve meses, mis alumnos (y yo) debemos estudiar la historia de este terruño, de este cruce de caminos, de este “perro mil leches” que el devenir ha terminado por denominar España. Se lo dije al comienzo de curso: segundo de Bachillerato es como un embarazo. Se siente malestar, ansiedad, incluso náuseas, pero también una enorme esperanza por lo que vendrá después. Mi trabajo es acompañar durante ese embarazo y asistir en el parto, para que el niño, es decir, su futuro, nazca sano.
En segundo de Bachillerato, nuestros alumnos apenas tienen ojos para otra cosa que sus apuntes, exámenes y trabajos, que les otorgarán una nota que decidirá su futuro. Yo les veía mañana tras mañana, sentados tras aquellos pupitres, con ojeras delatoras y gestos de impotencia ante las montañas de libros que debían estudiar. Intentaba hacerles reír con alguna broma, con el alcoholismo de Carlos IV o los puteríos de Fernando VII y su hija, Isabel II. Deslizaba algún chascarrillo sobre el rey de León, Sancho I, curado de su obesidad mórbida por los médicos judíos del califa de Córdoba, Abderramán III (una anécdota que haría explotar el cerebro de más de un votante de Vox). Trataba de despertar su conciencia social hablándoles del desolador barrio de las Injurias, un infierno en el Madrid barojiano de comienzos del siglo XX. Buscaba la épica en la defensa enconada de Madrid en noviembre del 36 y en la solidaridad de los brigadistas internacionales. Iba tras su enfado al hablar de los asesinatos de los presos franquistas por parte de los republicanos en Paracuellos durante la Guerra Civil, y más tarde con los fusilamientos franquistas de la posguerra. Así todos los días. Puedo jurar que he vivido su agobio con ellos. Sufría con cada suspenso y celebraba sus aprobados como si fueran los míos. 

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Sobre todo con estos chicos de la foto. Hay cosas que, como profesores, nos perdemos desde nuestro lado de la clase. Desconocemos sus dramas familiares, sus tormentos interiores, sus problemas económicos y su miedo al fracaso. Y esto es un error, porque un alumno no es un nombre en la parte superior de un examen, sino un ser humano con necesidades concretas, que atraviesa por dificultades y necesita ayuda. Ellos me la pidieron. Eran las primeras semanas del curso, y me dijeron que necesitaban aprobar. Yo, que soy un paternalista empedernido pero orientado al bien, les pedí que me hicieran caso en todo lo que les dijera. Que vinieran todos los días a clase. Que confiaran en mí y todo saldría bien. Y lo hicieron. Día tras día, allí estaban los dos, observándome desde sus mesas. Cómo trabajaron, joder. Solo ellos y yo lo sabemos. Rozaban el cinco, bajaban al cuatro, subían casi al seis. Cada examen era una batalla. Ellos no veían sus progresos, pero yo sí. Tanta lucha, tanto sacrificio, tantas noches en vela, dieron su fruto hace unos días, en su graduación. Al verles recoger su diploma, sentí una inmensa gratitud por haber podido asistir tan de cerca a su proceso de aprendizaje. Esos dos jóvenes son unos titanes, porque han vencido a sus demonios y han salido de la hoguera convertidos en dos seres humanos con una conciencia de sí mismos de hierro forjado.

Ese diploma fue su premio, pero también, un poco, el mío. Aunque el premio final, lo que más orgullo me causa, es que me buscaran al final para hacerse una foto conmigo. Ahora somos eternos, en esta foto. Quizás algún día la encuentren perdida entre los archivos de su ordenador y recuerden a ese chico no mucho mayor que ellos que intentaba enseñarles historia mientras les hacía reír, conmigo y de mí, durante el año más difícil de sus vidas.
Esta es la profesión más bonita del mundo. ¿Lo había dicho antes, no? No me cansaré de repetirlo: la profesión más bonita del puto mundo.

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