7/2/22 LA VIDA LENTA
Llevo meses viviendo la vida lenta. Cinco meses, para ser exactos. En la vida lenta todos los días se parecen. Tengo la sensación de habitar en la tarde de un domingo infinito, una de esas tardes lánguidas en las que desemboca el río caudaloso del fin de semana. El tiempo de la vida lenta es distinto al del resto de las vidas: las horas tienen una consistencia correosa, como un trozo de carne endurecido al sol. Los días se enquistan, sin llegar a encadenarse siguiendo una lógica temporal. En mi caso, la vida lenta sigue los dictados de mi pierna rota en proceso de sanación. Los días de dolor se alternan con periodos cortos de calma, y esta sucesión se repite semana tras semana. El cuerpo marca el tempo. Y el tempo es lento.
Llevo semanas instalado en el impasse. He perdido cosas. Mis habilidades sociales están bajo mínimos. Mi estado físico estuvo meses declarado como zona catastrófica. El hábito de la escritura ha huido de mi rutina como una manada de gacelas asustadas. Mi horizonte se ha estrechado de manera radical por mi incapacidad para caminar. La sierra de Guadarrama se ha perdido en una distancia que nunca me pareció tan grande. Y mi voz… mi voz ha perdido densidad y brota apagada, tímida e insegura. El circuito de mi mente se ha anegado de un pudor intelectual como nunca antes había sentido. Me resulta difícil hilar las ideas en mi cabeza. Me resulta aún más difícil exponer mis pensamientos ante mi ojo crítico. Mi mente ha ensanchado sus dominios y ha convertido en baldías las tierras que algún día fueron fértiles. La vida lenta me ha mostrado la paradoja del tiempo: cuanto más se tiene, menos se usa. He tirado a la basura mañanas y tardes enteras, vegetando en un sofá que más parece una fosa común de horas mutiladas. La vida lenta tiene estas cosas.
Pero la vida lenta también tiene otras, más amables. Estos meses improductivos me han permitido mirar a mi alrededor con calma. He observado más la vida, con ojos distintos. Le he quitado dramatismo a la soledad, mi gran némesis. He descubierto que mi gata es una maestra de vida, que me enseña a vivir en el presente cada vez que se tumba en mi pecho a dormir. He pasado horas inmóvil para no despertarla, meciéndome en su ronroneo, con la mente en blanco. He escuchado el silencio de mi casa, dialogando con mis ausencias. He leído, viajando con la imaginación a las islas griegas, al Madrid inhóspito y cruel de Baroja, a la época de las Cruzadas y a los lejanos confines de Asia en la Edad Media. He redescubierto la importancia del amor, de los cuidados de la familia y del calor de la amistad. Aunque sé que nadie es imprescindible, ha sido una caricia para el alma saber que me echan de menos en el instituto. Tengo tendencia al aislamiento y mi carácter roza a veces lo huraño, pero esas ráfagas de afecto me han reconciliado con una realidad frustrante hasta la náusea.
Aunque ahora comienzo a ver la luz, estos cinco meses de vida lenta me han dejado una huella que solo el tiempo permitirá calcular su profundidad. Mientras esa huella se revela y mis huesos se curan, sigo sentado en este claro del bosque que es mi vida ahora, sintiendo las horas muertas caer mientras el sol se abre paso entre los árboles. Entre esas horas muertas que caen a mi alrededor, una verdad se ha posado a mi lado en el suelo: estar parado en las orillas de la vida lenta es otra forma de moverse, aunque no lo parezca.
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