José María Sadia 28 de octubre de 2023
“Es un clasicazo”, define el historiador Daniel Gómez Aragonés, especialista en el mundo visigodo. El recorrido de un sarcófago de piedra, de época altomedieval, desde un terreno de cultivo en el municipio madrileño de Majadahonda —de cuyas entrañas fue extraído en los años 80— hasta el patio de un domicilio particular para ejercer las veces de macetero no es un caso aislado ni demasiado llamativo. En absoluto. No para la España de la segunda mitad del siglo XX, cuando la sensibilidad hacia el patrimonio distaba de la madurez actual, pese al progresivo desarrollo de las leyes de protección. La originalidad del caso radica en que el hallazgo de la pieza fue comunicado (y el vestigio, ofrecido) a las autoridades locales y regionales hace décadas, pero nadie movió un dedo por ponerla en valor. El descubridor del sepulcro —vecino de Majadahonda y alcalde en el tardofranquismo— acabó convirtiéndose en su mejor guardián, hasta que falleció y sus herederos decidieron trasladarlo en un camión a una nueva propiedad, fuera de la localidad madrileña.
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