22/07/2025
Israel Merino Reportero y columnista en Cultura, Política, Nacional y Opinión.
Cada rollo de precinto te recuerda que no eres de ninguna parte, que tu vida es tan superficial que cabe en seis maletas.
Ayer no escribí porque estuve haciendo cajas: me mudo de nuevo, creo que es la octava vez en siete años. El proceso es sencillo, pero agotador y doloroso; cada rollo de precinto te recuerda que no eres de ninguna parte, que tu vida es tan superficial que cabe en seis maletas, que nadie del barrio del que te vayas te va a añorar más que a un turista blanco de acento horrible y chanclas beige. Pensamientos así me golpeaban hasta que, en el armario, escondido entre tres abrigos y dos zapas, encontré algo.
Era una cajita de bombones muy chica, de esas rojas y minis de Nestlé que traen solo dos filas de tres chocolates y regalan los que quieren quedar bien, pero no tienen dinero para comprar la grande. Verla me sorprendió porque me gusta acumular cosas, lo reconozco, pero aún no estoy tan chalado como para guardar basura, así que la metí en la bolsa de los desperdicios que a la noche anudé y tiré al contenedor sin mayor drama. Todo bien, en principio.
La movida llegó mucho más tarde, quizá a la una y media de la madrugada: mientras leía en mi cuarto –en verdad estaba jugando al Fortnite, para qué os voy a mentir–, escuché a lo lejos el pitidito del camión de la basura acercarse y, como si el ruido de la mierda me estimulara las neuronas, me acordé de por qué guardaba esa caja de bombones vacía; tendríais que verme bajar corriendo por las escaleras, en calzoncillos y con la camiseta sucia, con la esperanza de llegar al cubo antes que el camión –lo conseguí, aunque casi me pudre la vergüenza rebuscar en la basura solo por ese desperdicio de Nestlé–.
Aquella caja no era solo una caja, era algo que en otro momento fue preciado; era un recuerdo que, mudanza a mudanza, palo a palo de la vida, había borrado por completo de mi córtex. Esa cajita de bombones, ahora vacía, me la había regalado un ligue de una noche, ahora sí recuerdo su nombre, aunque no lo quiera decir, con el que había pasado uno de los mejores fines de semana de mi vida.
Nos conocimos un viernes en una discoteca llamada Malaba; copa a copa, después cigarro a cigarro, nos fuimos gustando y besando hasta que pillamos un taxi a mi casa de entonces, un piso que compartía con Patri y Bernardo –a estos sí los puedo mencionar– muy cerca del madrileño paseo de la Florida.
El fin de semana fue brutal; comimos tortillas en el bar San Pol y nos colamos en una azotea de Aniceto Marinas a fumar porros e incluso allanamos de noche la piscina de José María Cagigal para echar un polvo al fresco; fue tan espectacular que ella, el domingo por la tarde, aunque fuera verano y no hubiera ni Dios ni frigo que impidiera que se derritieran, me compró aquella cajita de bombones como despedida. "Para que me recuerdes", es probable que dijera.
Y la fallé porque me olvidé de ella, igual que me olvidé también de aquel piso cerca del paseo de la Florida y del color de los azulejos del baño y hasta de Bernardo y Patricia; aquel par de años de mi vida, igual que otro par más que a lo mejor recuerdo esta tarde tras encontrarme alguna cochinada más entre los zapatos, se ha perdido entre las mudanzas, la inestabilidad y las pocas probabilidades de encontrar un sitio donde generar recuerdos duraderos.
Los recuerdos son contenidos, pero se agarran a los continentes como niños a sus madres, y a nosotros ya no nos queda de eso. Somos una generación condenada a la inestabilidad, a rotar de piso en piso dependiendo de la codicia de nuestros caseros, a olvidarnos de dónde vivimos y con quién lo hicimos; no tenemos derecho al apego, a lo estable, a lo seguro. Hemos pasado por sitios, pero no nos acordamos; hemos gozado, pero en nuestros cuerpos no hay espacio porque todo está cubierto por callos.
Solo nos queda sonreír cuando encontramos algún escombro de nuestra vida que nos recuerda que lo hemos pasado bien.
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