Cristina Fallarás periodista y escritora 18/10/2025
Pintadas en la fachada del Colegio Irlandesas Loreto, en Sevilla.Se llamaba Sandra y enfrentó el mes de septiembre con el miedo en las tripas y una nube negra en la mente. El acoso, de niña, te impide pensar, te echa a temblar, te quita el sueño y a menudo sientes unas náuseas que no sabes dónde están colocadas. "El 9 de septiembre fue su cumpleaños y sus amigas le hicieron una fiesta sorpresa en su casa, tenía su grupo de amigas de verano de la urbanización, las de su equipo de fútbol, sus primas y sus primos…", ha explicado su tío, Isaac Villar. La infancia es un tiempo de universos paralelos, el de la familia, el de los veraneos, el de las aficiones extraescolares, el del cole. Si en alguno anida la bestia de la violencia, irá creciendo hasta devorar al resto. De nada sirve una infancia escolar satisfactoria si en casa espera el infierno. Poco consuela una familia atenta y cariñosa, si en el colegio espera la tortura cotidiana.
Cuando Sandra empezó el nuevo curso este mes de septiembre en el colegio de las Irlandesas Loreto de Sevilla ya estaba en tratamiento psicológico por acoso, su madre ya había hablado con la dirección del centro, sabían que la cría estaba sufriendo algo que, en principio, parece lo contrario a cualquier método educativo: abandono y desamparo por parte del equipo directivo ante la violencia. La educación debería consistir en lo contrario. La educación no trata de contenidos lectivos, sino de inculcar en el alumnado las ideas de convivencia, respeto e igualdad.
Una alumna que está siendo acosada, que sufre violencia, no suele denunciarlo en su propio colegio, y mucho menos señalar a aquellas que la ejercen. El silencio de la violentada es una regla no escrita en cualquier centro educativo, deportivo, infantil, de adolescencia. Ahí empieza el adiestramiento en los silencios. Y todo silencio tiene sus mordazas, y cada mordaza sus cancerberos, los dueños de lo que no se dice.
Pero la niña llamada Sandra sí le contó a su madre el acoso que sufría en el colegio. La madre habló con la dirección y se lo hizo saber, solicitó medidas, que se pusieran en marcha los protocolos que, en principio, deberían existir en todo centro educativo. Hasta ahí, la comunicación existió, y no es poca cosa. Muchas veces, la criatura que sufre acoso o violencia no lo comunica ni siquiera a sus progenitores. El silencio cose las bocas con telarañas de vergüenza, culpa y aislamiento. Sandra sí lo hizo, no calló.
Quien no cumplió con su función fue la dirección del colegio de las Irlandesas Loreto de Sevilla. A no ser, claro está, que su función sea la de adiestrar a su alumnado en el silencio, o sea en la violencia. Debemos pararnos a considerar esta posibilidad. Necesitamos localizar todos los estamentos, los pasos, los lugares donde se nos doma en el silencio. Pueden llamarlo discreción, o prudencia, o incluso calma. La doma en el silencio tiene muchos nombres, pero es nuestra obligación desnudarla de esos disfraces y mostrar las pertinaces violencias cotidianas de sometimiento que llevan a la muerte.
La niña llamada Sandra, de 14 años, no murió por suicidio después del "fracaso en la aplicación de los protocolos contra el bullying". Se quitó la vida después del triunfo de los mecanismos de silencio.
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