Jaume Portell: Periodista interesado en África y las relaciones internacionales 3 Abr 2017 http://blogs.publico.es/otrasmiradas/8266/por-que-dar-dinero-a-unicef-no-ayudara-a-africa/
Uno de los aspectos más sorprendentes de la crisis migratoria en la UE es la capacidad de los medios de comunicación para comentarla como si fuera un fenómeno atmosférico. Siguiendo el libro de estilo de las ONG, se nos presentan una serie de acontecimientos desgraciados ante los que tenemos que abrir nuestra alma y nuestros bolsillos. Las apelaciones morales sustituyen cualquier explicación política. Y así, cíclicamente, hasta la próxima crisis. La desorientación es tan completa que un genio de la comunicación política ha sido capaz de perpetrar la campaña ‘cierra Unicef’ sin que haya prácticamente protestas. En su versión catalana, una niña llamada Amina nos habla “en nombre de los niños de Mali” para pedirnos dinero para Unicef, una acción que, paradójicamente, servirá para que “Unicef deje de ser necesaria” antes de concluir con un voluntarioso “cierra Unicef”. Una historia desprovista de cualquier contexto político, económico y social en la que tú, desde tu casa, puedes convertirte en un actor decisivo.
Las ONG son un negocio multimillonario, y una herramienta al servicio
de la política exterior de la potencia de turno, llegando incluso a
contribuir a hambrunas (Somalia, 2011) mientras pretendían luchar contra ellas. Según un estudio del Banco Mundial, un 40% del dinero
de las ONG acababa en los bolsillos de las consultorías occidentales
(con sus dignos salarios cobrados en euros y dólares). En muchos países
africanos han sustituido prácticamente los sistemas de salud y educación
públicos; su ocupación del territorio se multiplicó a medida que el FMI
y el Banco Mundial imponían la destrucción de los presupuestos
estatales. Pero todo es por una buena causa: los niños del mundo. Las
ONG, como la Iglesia antaño, permiten que uno pueda ser un auténtico
colonialista y, a la vez, un humanitario intachable. Muchas ONG tienen
una actitud más política y denuncian estos hechos, pero a la hora de
recaudar, llamar la atención o conseguir suscripciones el mecanismo
siempre es el mismo: los mensajes van al corazón pasando de puntillas
por el cerebro. Y así es como, paso a paso, se construye una visión de
África marcada por el paternalismo.
No hay ni una sola posibilidad, ya no de desarrollo, sino de supervivencia, mientras estos dos factores sigan funcionando como ahora. Y son dos factores que dependen de la Unión Europea. Uno de los sonsonetes más usados por los europeístas de guardia es que muchos de los desastres del mundo se deben a los errores de los estados miembros, y no a la organización comunitaria. Que si dependiera de la UE, la unión de todos esos estados y sus intereses -a veces perversos- se sublimarían en un ente que, valores europeos mediante, iluminaría al mundo. Hagamos ver que somos niños de siete años y nos creemos esa versión. Incluso así, la PAC y los acuerdos de pesca la desmienten por completo.
La PAC: un tiro fatal a la seguridad alimentaria
No es ningún secreto que la productividad de la agricultura europea es muy superior a la africana. La capacidad tecnológica permite que, con menos tierra, haya mucho más arroz, tomates o leche. Es en este campo donde se nota la diferencia económica entre ambos continentes, y por si no hubiera suficiente con las motivaciones históricas de esa distancia, la UE subsidia cada año su agricultura. Según la Comisión Europea, en el periodo 2014-2020, la cifra será de 95 000 millones de euros. El presupuesto anual del gobierno de Liberia, por ejemplo, es de 600 millones de euros. Las disfunciones de la PAC a nivel interno son conocidas: en Bulgaria ha provocado el renacimiento de una clase de terratenientes multimillonarios, en detrimento de la producción de alimentos local; en España no hubo tal renacimiento, simplemente porque esos terratenientes nunca se habían ido. Raramente se habla de los efectos de la PAC en el resto del mundo. La sobreproducción genera toneladas de comida que no se consumirá en Europa. Estos excedentes se envían a África a un precio bajísimo, muchas veces empaquetados como ‘ayuda humanitaria’. Su entrada al territorio es sencilla, ya que los países europeos impusieron en los 80 la supresión de aranceles a los africanos si querían seguir recibiendo créditos para cuadrar sus cuentas. Los algodoneros de Mali y Burkina Faso ven sus mercados invadidos por el subvencionado algodón europeo. En el caso americano, el subsidio al algodón supera los costes totales de producción, y las ONG tienen la obligación legal de usar alimentos americanos en sus donaciones. El transporte de alimentos americanos, con transportistas americanos y llegados desde un continente muy lejano a África dificultan la efectividad de la ayuda, y muchas veces la asistencia a las hambrunas llega demasiado tarde. Pero eso no impide que la rueda siga girando de la misma forma.
La estructura económica de los países africanos ya era un desastre gracias al colonialismo. Las potencias coloniales impusieron una serie de monocultivos para exportarlos a la metrópolis. Ahora es el Fondo Monetario Internacional el que decide qué deben plantar los africanos. Sus reputados economistas dan los mismos consejos a decenas de países para que produzcan café, cacao y cobre. Al margen de crear una gran dependencia en el precio del producto (marcado en las bolsas europeas y americanas), una gran producción mundial hace aumentar la oferta que, si no se ve respaldada por la demanda, provoca una caída de los precios. Cuando presupuestos no cuadran, la crisis vuelve y los mismos expertos proponen más apertura comercial y vender más cacao. Dependiendo del momento, la narrativa sobre África cambia: si los precios del cacao o el uranio están altos, los países crecen al 8-9% y se habla de éxito económico. Cuando los precios caen y se comprueba que el país sigue siendo un desastre, se habla de la endémica falta de cultura económica de los africanos.
La destrucción de los cultivos tradicionales también tiene un papel importante en las hambrunas. Cuando los agricultores quedan arruinados por la competencia de los productos europeos subsidiados, otros expertos -muchas veces también subsidiados por los europeos- les dan la salida a todos sus problemas: cultivar productos para la exportación. Eso implica que las hectáreas dedicadas a cultivar arroz, sorgo o maíz deben dedicarse a cultivos para la exportación. Con las divisas obtenidas, se podrán importar alimentos. En ‘El comercio del hambre’, el periodista John Madeley explicó que en la India el cultivo de rosas permitía importar 1256 toneladas de alimentos. Si esos cultivos se hubieran dedicado a cultivar comida, se habrían producido 4274 toneladas y se habrían creado 200 000 empleos. Además, señala que los fertilizantes usados para ese tipo de agricultura generan residuos que acabarán convirtiendo esas hectáreas en improductivas a largo plazo. El consumo de agua también es mucho mayor. Mejorar la productividad local para plantar alimentos para el país es una locura; en cambio, plantar rosas para enviarlas a la otra parte del mundo, cargándose el campo, destruyendo empleo y creando potenciales hambrunas es una decisión de reputados expertos. La PAC es la punta de lanza de todo este sistema, al destruir el sector agrícola de países a los que se impide proteger su campo mientras la UE rocía de miles de millones de euros al suyo.
Los Acuerdos de Pesca: un saqueo sostenido y sostenible
Los piratas somalíes son el síntoma más extremo de esta historia. La prensa occidental suele destacar su ferocidad y su falta de respeto a la ley, pero casi nadie explica cómo llegaron a esa situación. El saqueo de sus costas acabó con su forma de vida, y rápidamente algunos vieron que podían ganar miles de dólares secuestrando los barcos de sus verdugos. Pero a esos no les llamamos piratas, les llamamos hombres de negocios. La nomenclatura siempre es importante. En la UE lo saben bien, pues con el paso de los años han ido cambiando la denominación de los acuerdos: los Acuerdos de Pesca dejaron paso a los Acuerdos de Asociación Pesquera, y así hasta los actuales Acuerdos de Asociación Pesquera Sostenible. La base de todos ellos sigue siendo la misma: la UE subsidia grandes buques que pescan más de lo que deben; la sobreexplotación de los mares europeos les lleva a buscar otros lugares más lejanos y en ese punto de necesidad aparecen los mares africanos. Si uno mira un mapa de la costa africana, a este y a oeste ve una nueva colonización: de Senegal, Gambia, Marruecos o Sierra Leona, hasta Madagascar, Seychelles o las islas Mauricio.
El acuerdo especifica que la UE paga un precio total (14 millones en el caso de Senegal) que debe ir dedicado a promover la vigilancia de la costa para evitar la pesca ilegal, y a la construcción de un sector industrial local. A cambio, los barcos españoles y franceses podrán llevarse atún a 55 euros la tonelada. El precio del atún en los mercados se sitúa entre los 500 y los 1300 dólares por tonelada. Independientemente de las fluctuaciones en el mercado, los barcos europeos se aseguran un suministro barato. Esta diferencia de precios posibilitó que Seychelles obtuviera un 18% del beneficio de su propio pescado; Guinea-Bissau consiguió un 7,5%.
En los últimos acuerdos podemos observar una cláusula noble: hay cuotas anuales que no se pueden superar, y se especifica que el dinero debe favorecer el desarrollo local. Sin embargo, superar esas cuotas no implica ninguna multa y la vigilancia corre a cargo de los gobiernos de los países africanos. Si Liberia dedica 90 millones de euros al año a la educación, no es muy probable que destine cantidades superiores a la vigilancia marítima. Países como Liberia o Senegal, con un acuerdo de pocos millones y 55 euros por tonelada de pescado, figura que deben resolver el problema. Leyendo estos pactos, no está de más preguntarse: ¿Qué pasaría con esos países si pudieran procesar su propio pescado? Mientras la mayoría de eurodiputados izquierdistas del parlamento europeo se felicitaban por haber incluido esas cláusulas y votaban a favor del acuerdo, el mejor informe sobre el saqueo de las costas africanas lo presentó Ray Finch, del euroescéptico y xenófobo UKIP. Otro motivo para pensar.
El comercio internacional, tal y como está planteado, impide que los países más pobres se industrialicen, hecho que les obliga a depender de las materias primas. Ningún país en la historia del mundo se ha enriquecido vendiendo pescado, oro o diamantes. Quien manufactura y da valor añadido al producto se queda con la mayoría de los beneficios. En esta recolonización imparable, los africanos no solo no cuentan con una industria, sino que ven como su sector primario es destruido e incluso acceden a vender sus tierras a inversores privados extranjeros. Ya ha llegado el día en que un país planta flores para enviarlas a Europa mientras su gente no come lo suficiente. Sucede en Kenia. Mientras tanto, en Europa seguimos hablando de las bondades de la ayuda al desarrollo, celebramos conciertos benéficos y lo máximo a lo que aspira la izquierda es a que aumente el presupuesto gubernamental destinado a las ONG. Los muertos siguen y seguirán amontonándose en el Mediterráneo. Todo nosotros demostramos, una vez más, que cuando hablamos de África importa más lo que sentimos los europeos que lo que sucede realmente con los africanos.
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OTRO ASUNTO. Hoy en Perroflautas del Mundo: La memoria en los huesos, de Cristina Fallarás
No hay ni una sola posibilidad, ya no de desarrollo, sino de supervivencia, mientras estos dos factores sigan funcionando como ahora. Y son dos factores que dependen de la Unión Europea. Uno de los sonsonetes más usados por los europeístas de guardia es que muchos de los desastres del mundo se deben a los errores de los estados miembros, y no a la organización comunitaria. Que si dependiera de la UE, la unión de todos esos estados y sus intereses -a veces perversos- se sublimarían en un ente que, valores europeos mediante, iluminaría al mundo. Hagamos ver que somos niños de siete años y nos creemos esa versión. Incluso así, la PAC y los acuerdos de pesca la desmienten por completo.
La PAC: un tiro fatal a la seguridad alimentaria
No es ningún secreto que la productividad de la agricultura europea es muy superior a la africana. La capacidad tecnológica permite que, con menos tierra, haya mucho más arroz, tomates o leche. Es en este campo donde se nota la diferencia económica entre ambos continentes, y por si no hubiera suficiente con las motivaciones históricas de esa distancia, la UE subsidia cada año su agricultura. Según la Comisión Europea, en el periodo 2014-2020, la cifra será de 95 000 millones de euros. El presupuesto anual del gobierno de Liberia, por ejemplo, es de 600 millones de euros. Las disfunciones de la PAC a nivel interno son conocidas: en Bulgaria ha provocado el renacimiento de una clase de terratenientes multimillonarios, en detrimento de la producción de alimentos local; en España no hubo tal renacimiento, simplemente porque esos terratenientes nunca se habían ido. Raramente se habla de los efectos de la PAC en el resto del mundo. La sobreproducción genera toneladas de comida que no se consumirá en Europa. Estos excedentes se envían a África a un precio bajísimo, muchas veces empaquetados como ‘ayuda humanitaria’. Su entrada al territorio es sencilla, ya que los países europeos impusieron en los 80 la supresión de aranceles a los africanos si querían seguir recibiendo créditos para cuadrar sus cuentas. Los algodoneros de Mali y Burkina Faso ven sus mercados invadidos por el subvencionado algodón europeo. En el caso americano, el subsidio al algodón supera los costes totales de producción, y las ONG tienen la obligación legal de usar alimentos americanos en sus donaciones. El transporte de alimentos americanos, con transportistas americanos y llegados desde un continente muy lejano a África dificultan la efectividad de la ayuda, y muchas veces la asistencia a las hambrunas llega demasiado tarde. Pero eso no impide que la rueda siga girando de la misma forma.
La estructura económica de los países africanos ya era un desastre gracias al colonialismo. Las potencias coloniales impusieron una serie de monocultivos para exportarlos a la metrópolis. Ahora es el Fondo Monetario Internacional el que decide qué deben plantar los africanos. Sus reputados economistas dan los mismos consejos a decenas de países para que produzcan café, cacao y cobre. Al margen de crear una gran dependencia en el precio del producto (marcado en las bolsas europeas y americanas), una gran producción mundial hace aumentar la oferta que, si no se ve respaldada por la demanda, provoca una caída de los precios. Cuando presupuestos no cuadran, la crisis vuelve y los mismos expertos proponen más apertura comercial y vender más cacao. Dependiendo del momento, la narrativa sobre África cambia: si los precios del cacao o el uranio están altos, los países crecen al 8-9% y se habla de éxito económico. Cuando los precios caen y se comprueba que el país sigue siendo un desastre, se habla de la endémica falta de cultura económica de los africanos.
La destrucción de los cultivos tradicionales también tiene un papel importante en las hambrunas. Cuando los agricultores quedan arruinados por la competencia de los productos europeos subsidiados, otros expertos -muchas veces también subsidiados por los europeos- les dan la salida a todos sus problemas: cultivar productos para la exportación. Eso implica que las hectáreas dedicadas a cultivar arroz, sorgo o maíz deben dedicarse a cultivos para la exportación. Con las divisas obtenidas, se podrán importar alimentos. En ‘El comercio del hambre’, el periodista John Madeley explicó que en la India el cultivo de rosas permitía importar 1256 toneladas de alimentos. Si esos cultivos se hubieran dedicado a cultivar comida, se habrían producido 4274 toneladas y se habrían creado 200 000 empleos. Además, señala que los fertilizantes usados para ese tipo de agricultura generan residuos que acabarán convirtiendo esas hectáreas en improductivas a largo plazo. El consumo de agua también es mucho mayor. Mejorar la productividad local para plantar alimentos para el país es una locura; en cambio, plantar rosas para enviarlas a la otra parte del mundo, cargándose el campo, destruyendo empleo y creando potenciales hambrunas es una decisión de reputados expertos. La PAC es la punta de lanza de todo este sistema, al destruir el sector agrícola de países a los que se impide proteger su campo mientras la UE rocía de miles de millones de euros al suyo.
Los Acuerdos de Pesca: un saqueo sostenido y sostenible
Los piratas somalíes son el síntoma más extremo de esta historia. La prensa occidental suele destacar su ferocidad y su falta de respeto a la ley, pero casi nadie explica cómo llegaron a esa situación. El saqueo de sus costas acabó con su forma de vida, y rápidamente algunos vieron que podían ganar miles de dólares secuestrando los barcos de sus verdugos. Pero a esos no les llamamos piratas, les llamamos hombres de negocios. La nomenclatura siempre es importante. En la UE lo saben bien, pues con el paso de los años han ido cambiando la denominación de los acuerdos: los Acuerdos de Pesca dejaron paso a los Acuerdos de Asociación Pesquera, y así hasta los actuales Acuerdos de Asociación Pesquera Sostenible. La base de todos ellos sigue siendo la misma: la UE subsidia grandes buques que pescan más de lo que deben; la sobreexplotación de los mares europeos les lleva a buscar otros lugares más lejanos y en ese punto de necesidad aparecen los mares africanos. Si uno mira un mapa de la costa africana, a este y a oeste ve una nueva colonización: de Senegal, Gambia, Marruecos o Sierra Leona, hasta Madagascar, Seychelles o las islas Mauricio.
El acuerdo especifica que la UE paga un precio total (14 millones en el caso de Senegal) que debe ir dedicado a promover la vigilancia de la costa para evitar la pesca ilegal, y a la construcción de un sector industrial local. A cambio, los barcos españoles y franceses podrán llevarse atún a 55 euros la tonelada. El precio del atún en los mercados se sitúa entre los 500 y los 1300 dólares por tonelada. Independientemente de las fluctuaciones en el mercado, los barcos europeos se aseguran un suministro barato. Esta diferencia de precios posibilitó que Seychelles obtuviera un 18% del beneficio de su propio pescado; Guinea-Bissau consiguió un 7,5%.
En los últimos acuerdos podemos observar una cláusula noble: hay cuotas anuales que no se pueden superar, y se especifica que el dinero debe favorecer el desarrollo local. Sin embargo, superar esas cuotas no implica ninguna multa y la vigilancia corre a cargo de los gobiernos de los países africanos. Si Liberia dedica 90 millones de euros al año a la educación, no es muy probable que destine cantidades superiores a la vigilancia marítima. Países como Liberia o Senegal, con un acuerdo de pocos millones y 55 euros por tonelada de pescado, figura que deben resolver el problema. Leyendo estos pactos, no está de más preguntarse: ¿Qué pasaría con esos países si pudieran procesar su propio pescado? Mientras la mayoría de eurodiputados izquierdistas del parlamento europeo se felicitaban por haber incluido esas cláusulas y votaban a favor del acuerdo, el mejor informe sobre el saqueo de las costas africanas lo presentó Ray Finch, del euroescéptico y xenófobo UKIP. Otro motivo para pensar.
El comercio internacional, tal y como está planteado, impide que los países más pobres se industrialicen, hecho que les obliga a depender de las materias primas. Ningún país en la historia del mundo se ha enriquecido vendiendo pescado, oro o diamantes. Quien manufactura y da valor añadido al producto se queda con la mayoría de los beneficios. En esta recolonización imparable, los africanos no solo no cuentan con una industria, sino que ven como su sector primario es destruido e incluso acceden a vender sus tierras a inversores privados extranjeros. Ya ha llegado el día en que un país planta flores para enviarlas a Europa mientras su gente no come lo suficiente. Sucede en Kenia. Mientras tanto, en Europa seguimos hablando de las bondades de la ayuda al desarrollo, celebramos conciertos benéficos y lo máximo a lo que aspira la izquierda es a que aumente el presupuesto gubernamental destinado a las ONG. Los muertos siguen y seguirán amontonándose en el Mediterráneo. Todo nosotros demostramos, una vez más, que cuando hablamos de África importa más lo que sentimos los europeos que lo que sucede realmente con los africanos.
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OTRO ASUNTO. Hoy en Perroflautas del Mundo: La memoria en los huesos, de Cristina Fallarás
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